(Antologado en A la mitad del foro. Ramón López Velarde como pretexto literario, Ágora Editorial, 2020)

—¡Han de ser gitanos! —le gritó María Teresa a su abuela para que la oyera.
—¿Gigantes?
—No, abuela: gitanos; húngaros, pues —María Teresa vociferó casi dentro de la oreja de la anciana que, por fin, entendió.
—¿Y qué chintrolas quedrán esos por aquí?; mi mamita Basilia decía que nada bueno traían esos jijos que ni cristianos son.
—Pos sabrá Dios, a mi apá tampoco le cuadra la idea, pero ya se están instalando cerca de la cancha, croque ni permiso pidieron.
—Entonces está fácil: que le hablen a Jaime para que los corra.
—Ya mandé al Fide a avisarle.
—En caridad de Dios, hija; vamos rezando un rosario para pedirle a la virgen que se vayan las malas almas... ¿no me oyes?... no te hagas la loca que aquí la única sorda soy yo —María Teresa no la escuchó, iba a la carrera rumbo a la cancha con la tina del nixtamal.


Fide bajó la loma como un bólido. El cuadro de la bicicleta parecía que se desarmaría por los brincos que daba entre las piedras. Con un derrape suicida viró a la derecha en la esquina de la escuela, cerrada desde la muerte del profe Ángel, y salió disparado hasta la casa del comisario.
—¡Jaime! —le gritó desde la malla ciclónica. Un perro pardo y rengo lo recibió a ladridos; luego de unos minutos salió Jaime.
—¿Ora qué traes, Fide?, vienes todo sudado.
—Es que mi hermana María Teresa me dijo que unos viejos están poniendo carpas en la cancha, quesque son gitanos.
—¡Ah, cabrón!, ¿estás seguro?
—Sí, Jaime... ¿Son muy malos esos gitanos, Jaime?
—Pues malos, malos, no son, más bien embusteros, luego lo enredan a uno y le sacan el dinero. Vete en chinga a buscar a mi compadre Audón y le dices que se vaya para la cancha; yo voy a ver qué se traen ésos —La bicicleta del niño zigzagueó a toda velocidad entre las vacas que salían de los corrales.


Dos hombres y tres mujeres levantaban una carpa al costado sur de la cancha de basquetbol. Eran jóvenes; vestían pantalones abombados, de tela ligera; los hombres portaban sombreros de palma muy distintos a los usados por aquellos rumbos. Una de las muchachas usaba rastas y argollas en la nariz; de las otras dos, una llevaba el cabello a rape y la segunda lo usaba teñido de violeta. Junto a la tienda de campaña habían estacionado una vieja minivan adornada con pintas y letras de colores llamativos. Por los cristales alcanzaban a verse sacos y mochilas, también instrumentos musicales. Hasta ellos llegó una comitiva alerta y desconfiada. Eran tres hombres, Jaime, Audón y Severiano; pero más atrás un ejército de señoras, señores y chiquillos observaba con ojos inmóviles y expectantes.
Audón fue el primero en hablar.
—Ey, ustedes, húngaros, vengan pacá —Los jóvenes los miraron, se dijeron algo entre ellos y se acercaron con rostros sonrientes.
—¿Éstos de qué se ríen? —murmuró Severiano— y miren cómo caminan, como si la gran cosa.
—Pérense a ver qué alegan —dijo Jaime.
—Buenas tardes, señores —saludó uno de los desconocidos; el flequillo del pelo le cubría el ojo derecho.
—Buenas —contestó Audón sin darle la mano.
—¿Se puede saber qué hacen aquí? —preguntó el comisario.
—¿Y quién les dio permiso de instalar esas anchetas? —secundó Audón.
—Me llamo Nicolás Cienfuegos; ellos son mis compañeros Elena, Julio, Frida y Claudia, venimos de parte del instituto de cultura de...
—¿Son húngaros? —preguntó Severiano con sequedad.
—¿Perdón?
—Que si vienen a vendernos pomadas y menjurjes y a leernos las cartas y eso que hacen ustedes.
—Este es un pueblo tranquilo y pequeño —terció Jaime (iba a decir “Y no cabemos ustedes y nosotros”, como en las películas, pero se contuvo)— No queremos que gente desconocida venga a causar problemas con sus satanerías y sus adivinaciones.
Claudia, la de pelo a rape, se rio desde allá atrás. Los hombres del rancho voltearon a verla.
—¡Qué loco: nos están confundiendo con quirománticos! No se preocupen, señores, no somos “húngaros”, somos teatreros.
El comisario y sus acompañantes se miraron con desconcierto.
—Quiere decir que somos artistas, venimos a dar una función, a presentar una obra —acotó Julio.
—¿Así como en las salidas de la escuela? —cuestionó Jaime.
—Más o menos —respondió Julio sin dejar de notar cierta melancolía en aquellos hombres.
—¿Y van a cobrar?, aquí no tenemos dinero para mercachifles —exclamó Audón.
—No, no —dijo la muchacha de cabello violeta— es gratis.
—El municipio nos mandó —continuó la de rastas— a las seis de la tarde será el espectáculo.


—¿Ustedes cómo ven? —interrogó Jaime a los otros. Se habían retirado de la cancha para determinar qué harían con aquellos visitantes, a su alrededor la gente del rancho permanecía atenta— Si estuviera el profe Ángel, él sabría qué hacer.
—A mí me dan mala espina —contestó Severiano— nomás se contradicen: la vieja o viejo, lo que sea esa pelona, dijo quesque eran quiroprácticos; nomás vean qué trapos traen, parecen chamuchos.
—Pos sabe —intervino Audón— pero si los corremos nos podríamos meter en un lío, ya ven ese papel que nos enseñaron, sellado y firmado. ¿Tú qué dices, Jaime?
—Pueque digan la verdá, una vez, en Zacatecas, vide unos cabrones del mismo jais, brincaban y hacían borucas muy chistosas.
—¿Entonces que se queden?
—Yo digo que sí.
—Pos que se queden, a ver qué gracias hacen, pero por sí o por no hay que tenerlos bien vigilados.
—A la primera cabronada los corremos a pedradones —aclaró Severiano.


—Señores —llamó Jaime a los desconocidos— ya platicamos acá entre nosotros y está bien, pueden quedarse a hacer su función.
Los visitantes sonrieron complacidos y corrieron a terminar de levantar el escenario que se tambaleaba con el viento.
—Ese toldo se les va a caer con un aironazo —les advirtió Severiano— ¿Pos qué nunca han puesto uno?, a ver, dejen les digo cómo —Él y varios hombres que se desprendieron de la multitud se acercaron a ayudar con la instalación.
Una de las muchachas, Elena, se dirigió a la muchedumbre.
—No es necesario que se queden, el espectáculo será a las seis de la tarde, cuando haya bajado el sol.
—¿Entonces no nos van a leer el futuro? —preguntó Fide.
—Que no son húngaros, pazguato, son quiroprácticos —gritó María Teresa desde la esquina del molino.
—Vámonos, pues, dijo desilusionada Pepa la de Madaleno —al rato venimos a ver las gracias de éstos.
—¿Dónde podemos comprar algo para comer?, ¿hay tiendas? —continuó Elena.
—Don Leonires tiene una por el callejón, si quieren yo los llevo —se apresuró Fide a contestar.
—¡Fide, no!
—Véngase, por aquí —le dijo el niño a la muchacha sin voltear a ver a su hermana. María Teresa dejó la tina con el nixtamal y se apresuró a alcanzarlos.
—Muchacho carajo, ¿pos qué te mandas solo o qué?
—No lo regañes —le pidió Elena amarrándose las rastas con una cinta café— nada más quiere ayudar —María Teresa no contestó, se limitó a plantarle un pellizco al niño en el brazo.
Siguieron los tres en silencio hacia la tienda. De vez en cuando Fide volteaba a verle las rastas a Elena.
—¿Nunca te bañas? —preguntó de repente.
—¡Fide!
Elena sonrío y siguió caminando.


A las tres de la tarde el teatro itinerante estaba listo. Se trataba de una estructura tubular de cuatro por cuatro cubierta con lonas grises. Como escenografía, una recámara de principios de siglo XX pintada sobre manta; una silla y una mesita de madera con una copa de vino. Al frente, el telón de terciopelo rojo era enmarcado por columnas de unicel que asemejaban mármol; guirnaldas y grecas subían desde
sus bases hasta alcanzar un letrero de triplay barnizado, rodeado de foquitos intermitentes: Teatro Fuensanta.
Severiano se detuvo por enésima vez al pie de una de las columnas; le había dado ya un sinnúmero de vueltas a la carpa, observando cada detalle del armazón.
—¿Ora tú qué traes, Seve?, ya nos mareaste.
—Cómo le haré para convencerlos —pensaba en voz alta.
—¿Qué dices, Seve?... ¡Severiano!
—El toldo éste —contestó por fin— está rebueno para meter la troca o para guardar costales, ¿dónde se lo habrán conseguido los quiroprácticos?
—Yo creo que en la iglesia, ¿ónde más? —replicó Audón.
—¿Cuál iglesia, Audón?
—Pos en la que sea que veneren a la santa.
—¿Cuál santa?
—Ésa, la santa de la fuente, ¿no ven el letrerote?
—¡Uh, qué la! —se quejó Severiano— nomás falta que nos quieran dar doctrina.


Tristes recuerdos sonaba en la radio de la cocina mientras la comparsa se daba gusto con las papas en chile verde, el queso fresco y los chicharrones. Irma miraba desde la chimenea a los invitados de su marido sin decir una palabra, pero resoplaba de cuando en cuando mientras apachurraba con fuerza los frijoles en la cacerola. Jaime,
que la conocía de sobra, se le acercó con la servilleta bordada a que lo abasteciera de tortillas.
—Ora qué, mujer —le dijo en voz baja.
—Nomás a ti se te ocurre, Jaime —masculló Irma simulando una sonrisa— ¿De dónde sacaste a esta gente?, mírales nomás la facha.
—Son artistas, mujer.
—Yo he visto artistas en la tele, Jaime, y no se parecen a éstos.
—Es que éstos hacen teatro; a ver, dame esas gordas antes de que se te quemen —Jaime regresó a la mesa y puso las tortillas al centro— Mi mujer quiere saber si les gustó la comida —Irma estuvo a punto de lanzarle el apachurrador por la cabeza.
—Está muy rico, señora.
—Sí, delicioso.
—Muchas gracias por la invitación.
—Dispensen lo pobre y lo poco, de haber sabido que venían...
—No se preocupe, señora —intervino Frida; se había puesto una pañoleta naranja que intensificaba el violeta de sus cabellos— ¿Sabe?, su cocina me recuerda a la de mi abuela.
—Ah, mire, qué bien.
—Sí, también tenía los trasteros adornados con servilletas, ¿usted las bordó?
—Sí, todas las que ve —contestó hinchándose de orgullo.
—Pues están divinas.
“Le dieron en la pata de palo”, sonrió Jaime para sí mismo.
—¿Tejido no hace?
—También —dijo la mujer destensando los hombros.
—Qué bonito. Claudia, Elena y yo empezamos a ir a un taller, pero ni de chiste nos quedan así de lindas.
—Si quieren les enseño unas muestritas —propuso Irma emocionada.
—¿De veras?
—Si no se les hace tarde.
—No se apure, ya estamos listas.
—Te quedas con los muchachos —le ordenó Irma a su esposo— Si por algo nos tardamos, nos esperan en la cancha.
Del cielo cayó una rosa, sonó en la radio de la cocina.


Con la caída de la tarde, la cancha de basquetbol se fue llenando poco a poco de sillas, bancas y banquitos que la gente acomodaba a su gusto. Aún faltaba una hora para las seis, sin embargo, casi todos los habitantes estaban listos para la función. Desde la muerte del profe, seis meses antes, no se habían reunido tantas personas. Pepa la de Madaleno había llevado una mesita para venderle churritos con salsa a los chiquillos; no había querido quedarse atrás y le había pedido a una de sus nietas que escribiera en una cartulina “Teatro y churros Pepa”.
—Primera llamada —anunciaron detrás del telón. María Teresa había empujado desde el barrio de arriba la silla de ruedas de su abuela.
—Yo no me pierdo el argüende, pos qué —le había dicho la abuela a su hijo, uno de los pocos en el rancho que se había negado a asistir— Si tú no quieres llevarme, está bien, pero yo no me pierdo la oportunidad de ver a los gitanos.
—¿Dice que está pelona, apá? —preguntaba insistente el hijo de Severiano.
—Sí, y otra trae las narices argolladas como cochino.
—¿Y los hombres?
—Greñudos y feos.
El viento fresco de octubre levantaba el telón dejando entrever el interior. Los niños se tiraban de panza para ver hacia adentro y luego se levantaban de improviso para salir corriendo entre los bancos.
—Segunda llamada.
En la loma rebuznó un burro. Una camioneta llegó levantando polvareda; en el estéreo, Los pájaros azules. Un muchacho de sombrero negro y lentes oscuros bajó de la camioneta y se recargó en la puerta abierta. Como nadie le hizo caso, apagó el estéreo y fue a acomodarse con la muchachada del rancho en la barda del molino. De pronto se descorrió el telón y el público aplaudió con enjundia creyendo que la obra había comenzado. Irma, que había salido a avisarle a Jaime que ya estaban por empezar, se puso roja de la vergüenza y se metió a toda prisa. Jaime la siguió entre las risas y chiflidos de los muchachos de la barda.
Luego de unos minutos salió el comisario, se colocó al centro, visiblemente nervioso y carraspeó para que lo escucharan.
—Vecinos y amigos de Sarabia, el Teatro Feuntansa, digo Fuensanta, nos acompaña esta tarde para, este, presentarnos una obra sobre la vida de un señor que se llama Ramón López Verde, Velarde; la obra se intitula Vals sin fin.
—¿Sin fin?, pos ni que fuera el vals del billete de la boda de Pachito y Angelita —gritó el de sombrero y lentes oscuros.
Jaime, en lugar de acallar las carcajadas colectivas que había desatado el comentario, se dobló de risa al grado de que ya no pudo anunciar, como se lo habían pedido, la tercera llamada.


Hasta las últimas casas de Sarabia, más allá del arroyo y de la Santa Cruz, entre los pliegues del moño negro clavado en la puerta de la escuela, sobre la iridiscencia del agua de la presa, los acordes del vals Sobre las olas se esparcieron aplacando el alboroto del público. Gravitó entre los asistentes un rumor de expectación e incertidumbre. Luego el silencio. Y después, al abrirse el telón, la exhalación del inicio tan esperado. Sentado, garrapateando hojas sobre la mesita, Ramón López Velarde.
Les costó un poco a todos reconocer en ese hombre de riguroso negro, de bigote y corbata, a Nicolás el del flequillo. Atónitos asistieron a la magia de verlo ser él, pero, al mismo tiempo, ese otro que escribía vertiginosamente con una pluma de ave. De repente detuvo la escritura, tomó la copa con parsimonia y, antes de posarla sobre sus labios, la arrojó con furia contra el suelo mientras gritaba “¡Fuensanta!”.
—¡Virgen bendita! —gritó Pepa la de Madaleno; los demás escondieron el susto tras una risilla nerviosa.
El telón cerró.
Al abrirse, apareció en mar. Velarde exclamaba mientras era agitado por olas invisibles:
Soñé que la ciudad estaba dentro del más bien muerto de los mares muertos. Era una madrugada del Invierno y lloviznaban gotas de silencio. No más señal viviente, que los ecos de una llamada a misa, en el misterio de una capilla oceánica, a lo lejos (las campanadas sonaron dolorosas y lejanas). De súbito me sales al encuentro, resucitada y con tus guantes negros.
Del costado derecho entró Frida, también de negro, cubierto el rostro con un velo.
—¡Ándale: la llorona! —murmuró Audón— va a ser una historia de miedo.
Frida se acercó lentamente a Nicolás-Velarde, tomó sus manos y se las llevó a la cara.
—¡Ay, güey! —exclamó con burla el muchacho de la camioneta, pero nadie siquiera lo escuchó.


El telón abría y cerraba.
Elena, convertida en una madre en luto, daba aviso a su hijo de la muerte de su padre. Un Ramón joven, interpretado ahora por Julio, recibía la noticia víctima del estertor de su llanto.
Todo lo evoco, Padre: tus quejidos; tus palabras postreras; la voz triste con que te habló tu hermano sacerdote; la mañana de otoño en que moriste; los cirios —compañeros de velada— ; la madre y los hermanos, todos juntos; el ataúd que sale de la casa; el sollozante oficio de difuntos; y ¡oh infinita bondad la de los padres! los ojos muertos de tu faz piadosa que me vieron por último con lástima en las orillas de la negra fosa.
Sobre la barda dos hermanos huérfanos lloraban sin recato ni vergüenza. Pepa la de Madaleno evocó a su padre con una intensidad nunca antes experimentada.


Mudaron la música y la escenografía tantas y tan pocas veces. Y los ojos de aquellos hombres y mujeres de campo no daban crédito al sortilegio de sentir amor y pesadumbre a un tiempo.
Me arrancaré, mujer, el imposible amor de melancólica plegaria, y aunque se quede el alma solitaria huirá la fe de mi pasión risible.
Audón palpó su cartera; escondida entre los compartimentos, la fotografía de una mujer a la que, desde ahora, llamaría Fuensanta.


La noche caía sobre Sarabia al mismo tiempo que en el escenario se avecinaba la fría noche de la ciudad de México presagiada por la gitana.
—Te dije, María Teresa, te dije —sollozaba la abuela— las cosas de húngaros no son de cristianos.
Y al aparecer Ramón postrado en su cama de desahuciado, un silencio respetuoso se apoderó de la concurrencia. Se moría el poeta. Elena, de plañidera, cantaba tristemente Te vas, ángel mío. Quién podría moverse siquiera, quién escuchaba a los grillos en coro.
Ramón López Velarde se incorporó como impulsado por fuerzas sobrenaturales. Era el desenlace, el momento culmen que la compañía teatral esperaba. Se situó al centro del escenario, frente a sesenta y siete almas que apenas parpadeaban y dijo:
Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo para cortar a la epopeya un gajo.
Pero un rumor creciente no le permitió seguir.
—El profe Ángel —murmuraban los espectadores, como si de repente aquellas palabras les hubieran abierto el cajón de los recuerdos sagrados— el profe Ángel.
Nicolás titubeó, de su boca no podía salir sonido alguno. Elena lo miraba sin entender qué sucedía.
—El profe Ángel —decían María Teresa y Fide mirándose a los ojos.
—El profe Ángel —repetían Audón y Pepa la de Madaleno; sus manos apretaban la revelación de la que eran testigos.
Del camerino salieron Julio, Claudia y Frida, asustados por la conjunción de voces que se había formado. El profe ángel, el profe Ángel. Los cinco jóvenes buscaron con los ojos al comisario en busca de una respuesta.
—El poema del profe —pareció aclarar Jaime poniéndose lentamente de pie, todos los demás hicieron lo mismo.
—El profe Ángel —continuó Fide— él nos enseñó ese poema.
Navegaré por las olas civiles con remos que no pesan, porque van como los brazos del correo chuan que remaba la Mancha con fusiles —recitaron de pronto hombres y mujeres, como lo hicieran alguna vez en el salón de clases.

Y así continuaron, estrofa tras estrofa, hasta terminar La Suave Patria, frente a aquellos atónitos actores que estaban, sin duda alguna, ante el espectáculo de sus vidas.


                                                                                                                        Andrés Briseño Hernández

ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO