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Oda a la inocencia

Trabajé en una pequeña comunidad de Huanusco, Zacatecas llamada Los Soyates. Me desempeñaba entonces como director del Telebachillerato y la verdad sea dicha mejor suerte no podía pedir: el rancho era tranquilo, alejado de la violencia de otros lugares; la gente amable y los alumnos respetuosos.
Sin embargo, hacía varios días que notaba algo raro en algunos estudiantes: no bien terminaba una clase, cuatro muchachos se iban rápidamente a los baños y no salían de ahí si no los llamábamos. Al poco tiempo, incluso a mitad de una lección pedían permiso uno por uno para ausentarse; luego de un rato regresaban todos juntos lanzándose miradas y sonrisas de complicidad.
La situación me preocupaba: ¿fumaban o consumían alguna droga?, ¿acaso se reunían para ver pornografía?
Intenté sacar información de las muchachas, pero ni ellas tenían idea de lo que ocurría en el sanitario de hombres. Entonces me dio por vigilarlos. Constantemente rondaba la escuela para encontrarlos en el momento adecuado, pero daba la impresión de que siempre llegaba un poco antes o un poco después de lo indicado.
Decidí encararlos y preguntarles qué tanto hacían a escondidas. Al principio se negaron a hablar, tan sólo se limitaban a verse unos a los otros con vergüenza. Presioné un poco más hasta que por fin descubrí el secreto de mis alumnos:
No se trataba de drogas; sus mochilas no guardaban revistas para adultos: se reunían para echarse pedos, ganaba aquél que consiguiera el más largo y sonoro.


Oda a la memoria

¿Cuántos años llevaría allí? ¿Diez, quince? Digamos que lo primero. Había llegado a dar clases recién salido de la escuela Normal y desde el primer día supo que de ahí no lo iban a sacar si no era con los pies por delante. Tanto así le había gustado el pueblo.
Los vecinos también estimaban al profe: responsable, respetuoso y muy trabajador. A la salida de clases siempre tenía tiempo para ayudar a tumbar o a traer el ganado o a cualquier otra faena en que lo necesitaran. Pero lo que más le gustaba, sobre cualquier otra cosa, era bailar. No había boda, quinceañera o rodeo en que no se le viera muy bañadito sacándole brillo al botín con un zapateado.
Sucedió que en una de las fiestas de clausura el maestro sintió la necesidad irrefrenable de tirarse un pedo. Se encontraba a media tanda del baile y su pareja, hija del supervisor escolar, no mostraba interés en sentarse. Sopesó sus alternativas: podría pedirle a la muchacha que se sentaran (con el riesgo de que se tomara como una descortesía) o bien podría soltar lo que llevaba adentro al abrigo de la música de tambora.
Decidió al fin lo segundo, con tan mala suerte que lo hizo instantes después de que el tamborazo había tocado a última nota. El estruendo resultó mayúsculo y a él le pareció que lo habían escuchado hasta en las rancherías cercanas.
Al silencio inicial le siguió la carcajada de un niño; a ésta, la risa de los demás. Sin decir palabra el maestro abandonó la fiesta, recogió apresuradamente sus pertenencias más apremiantes y se marchó decidido a no volver al que hasta ese momento había sido el pueblo de sus amores.
Veinte años después, jubilado ya de una escuela lejana, el maestro regresó a su querencia. Convencido de que el tiempo lo curaba todo, volvió para ver aunque fuera una vez más el lugar donde había sido feliz. Deambuló tranquilo con la confianza que da el anonimato de los años: entró a la capilla; observó con tristeza su vieja escuela ahora abandonada; se tomó una copa en la cantina y ningún parroquiano en todo el trayecto se fijó siquiera en él.
Al atardecer buscó la sombra de los árboles de jardín para descansar. Encontró una bolería atendida por un chiquillo de unos nueve años; le pareció buena idea lustrar sus zapatos sucios por la caminata.
–Usted no es de aquí, ¿verdad?– le preguntó el niño mientras empezaba con el zapato derecho.
–No– respondió el maestro.
–¿Vino a visitar a un pariente?
–La verdad– dijo con la plena certeza de que nadie lo recordaba– es que yo fui profesor en este lugar hace muchos años.
–Ah– replicó el niño con picardía– ¿Usted estuvo antes o después del profe del pedo?
No esperó a que le bolearan el otro zapato; abandonó por segunda vez el terruño con el dolor lacerante que la causaba comprobar que los pueblos pequeños nunca olvidan.


Oda a la ficción

Era un maestro de la vieja escuela: rígido, impersonal y aburrido. Atesoraba una libreta de apuntes de Historia desde los tiempos en que había estudiado, tal si se tratase de las tablas de los mandamientos. Arribaba al salón rodeado de un hálito de solemnidad, pasaba lista sin mirar a sus estudiantes e invariablemente iniciaba un dictado largo y monótono lleno de nombres y fechas incomprensibles.
Una mañana, sin embargo, el cuaderno se quedó olvidado sobre la mesa de su casa. Cuando se dio cuenta el pánico le desencajó el rostro: nunca se había tomado siquiera la molestia de memorizar los hechos que repetía año tras año. La falta de la libreta significaba la pérdida de todo conocimiento sobre la materia.
Su porte de suntuosidad se vino abajo con el temblor de sus manos. Permaneció sentado varios minutos petrificado por la conmoción. Los alumnos, desconcertados por el cambio inusitado en el itinerario de la clase, guardaron silencio para mirarlo expectantes.
–¿Qué vamos a ver hoy, profe?– preguntó alguien para acabar con el silencio incómodo que prevalecían en el salón.
El maestro se levantó dubitativo, carraspeó con la intención de desatorar el nudo en la garganta y comenzó a hablar como alguna vez escuchó que empezaban las historia de aventuras.
–Hoy– dijo tartamudeando al principio– hoy voy a contarles un hecho maravilloso, digno solamente de los personajes que tuvieron la valentía de realizarlo…
Esa tarde el maestro dio la clase como nunca antes lo había hecho; y nunca antes los alumnos se mostraron tan entretenidos. La Historia se mostraba ahora diferente, llena de vericuetos sorpresivos; viva y resbaladiza como un trucha; fácil a la mano como una hoja de higuera.
Los sucesos, las pasiones y los personajes que salieron de su boca ese día no fueron más que mentiras, se daba cuenta de ello, pero, de algún modo que aún no descubría, eran indiscutiblemente humanos.


Andrés Briseño Hernández


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