anecdotario de la desmemoria imageanecdotario de la desmemoria imageanecdotario de la desmemoria image
La Memoria es el género literario del reencuentro con nosotros mismos, con la tierra que sostuvo nuestros pasos, con la tarde en que nos enamoramos o nos rompieron el corazón; es el género de la nostalgia, un relato emotivo y honesto de cada momento, cada decisión y cada equívoco que nos han hecho ser lo que somos. La memoria es, como lo expresa Natalie Goldberg, un viejo amigo de muy lejos al que hace mucho no vemos, pero amamos intensamente.

Los siguientes textos son el resultado del taller de escritura de Memorias que impartí en la Sala de lectura Caleidoscopio. Relatos de hombres y mujeres que abrieron su corazón para contarnos sus recuerdos y sus vivencias.

Que los disfruten.

Andrés Briseño


Memorias de un hogar 
Abril Sarahi Godínez Frausto

Cada individuo de este vasto planeta tiene un hogar, para muchos será las personas de las que está rodeado sin importar el lugar, para otros puede ser un mar, una montaña, un bosque, el campo. Para otros el hogar puede ser la compañía de su soledad.
Mi hogar, el hogar de mi alma, se halla en los recuerdos, en la casa donde crecí. Y aunque ya tengo mi propia familia, mi hija y mi pareja, ahora me encuentro a mi ser en un malabar de emociones, miedos, ansiedades, locuras, felicidad, alegría, tristezas; es un sinfín de sensaciones que he experimentado a lo largo de mi vida.
El hogar donde crecí se ubica en un pequeño pueblo situado en las inmediaciones de un río a veces agresivo y otras con calma, rodeado de enormes álamos de los que jamás me había preguntado la edad —quizá unos 30 o 70 años. Cuando era una niña solía caminar por esa vereda a lado del rio para llegar a casa. Me gusta recordar el sonido de las hojas mecerse al compás del viento, su brillo al reflejo del sol, el sonido de algún ave, un caballo o las ardillas que habitaban en los grandes álamos y, finalmente, el sonido del rio correr su camino.
Siempre recuerdo llegar a casa, abrir la puerta y ver a mi padre sentado en el sillón. Giraba la cabeza hacia mí y con una gran sonrisa me preguntaba ¿Cómo te fue en la escuela hija?, justo cuando llegaba de la escuela secundaria que se encontraba al otro extremo de la ciudad.  Ver a mi madre juntando lo necesario para realizar la sopa, la cual ya con el simple olor la saboreaba, ya sabia que mi madre frecuentemente hacía esa misma sopa. Creo que todos recordamos el olor de la cocina de nuestra casa, la peculiaridad de la cocina de mamá o de la abuela que sé a ciencia cierta  jamás serán iguales.
Escuchar el ladrido del perro que se encontraba en el gran patio y después de saludar a mis padres dirigirme hacia él, ese perro que me acompañó 17 años y que aún recuerdo su olor y su ladrido. Era toda una emoción abrazarlo a él también, creo que mi hogar fue la rutina de esos momentos: ver a mis hermanos pelear por la televisión, los gritos, las risas, los regaños; vaya que yo explotaba de felicidad, anhelaba con todo mi ser que esa rutina fuera eterna, jamás me cansaría de ella, pero ahora toca ser consciente del señor tiempo que hace de las suyas, creo que ahora a mis treintas lo odio, odio el pasar del tiempo porque con él se ha llevado mi mundo y ahora sólo me ha traído miedos, incertidumbres, enfermedades, incluso he conocido el dolor de las verdaderas despedidas: la muerte.
Ahora he querido erradicar el miedo con esas pastillas que te ponen la mente en blanco. Sigo anhelando los tiempos donde no dolía nada, no pensaba en el pasado con tristeza ni en el futuro con temor. Algunas personas me dicen Vive el momento, pero cómo vivir el momento con el temor que después será arrancado de manera tan atroz.  A veces sólo quiero regresar a esos momentos donde no sucedía nada, donde mi mente no se sentía como en una montaña rusa, donde pasaba horas viendo las estrellas en el anochecer, donde escuchaba el cantar de las ranas y el brillo de las luciérnagas, donde no dolía nada.


Mi primera vez
Alejandra García González

Habían pasado 28 años de mi vida y por fin era mi hora para subirme a un avión.
Era una emoción de esas en la que no hay palabras para definir, de esas que te hacen sentir un temblor en la manos, una presión en el pecho y una sonrisa de oreja a oreja.
Era un vuelo corto, de una hora aproximadamente, una hora en la que para mí ha sido el tiempo más elocuente experimentado. Con la frente fría y la nariz roja cual Rodolfo “El Reno” pegados a la ventanilla, los ojos muy abiertos para contemplar el cielo, su grandeza, su infinidad, su majestuosidad… hice en mi mente fotografías de ese cielo azul marino, con una franja naranjarosarojaamarillo que anunciaba la salida del sol.
Estas fotografías mentales son una confirmación de que los sueños se cumplen.


En los huaraches de los matachines 
Arturo González Salas

No los veo con otro color en sus pies, más que con el del cielo al atardecer.
La primera vez que les recuerdo danzar fue un 12 de diciembre. Luego de un desfile de camiones, tractores y tráileres; se encontraban varias cuadrillas al ritmo de violín y la tambora en el atrio del templo.
Los había visto antes en la tele, algún libro o mural, pero en esa ocasión algo cascabeleó en mí, era todo un suceso, quizás porque su vestuario es brillante, sonoro y como de ave.
Siempre he querido ser soldado de los dioses, gorrión, garza, guacamaya, un quetzal que le baila a Kukulcán en Chickabán.
Estoy seguro que las medias de los danzantes hacen que las plegarias suenen más hermosas cuando bailan.


Esa vez reconocí el amor de mi hermano
Leandro De Tirso

El clima de aquella tarde proyectaba un cielo nublado, con espesas y oscuras nubes divisadas sobre la longitud del cielo al alcance de la mirada desde esa perspectiva. La habitación en penumbra, apenas iluminada por el tenue halo originado de la televisión encendida, daba impresión, en el imaginario, de que ahí se dilataba el avance del tiempo; más aun, parecía que ese momento se había suspendido de toda naturalidad y entonces sucedía solamente para mi hermano y yo. Lo cierto es que no hacíamos nada específico, sólo de vez en vez nos mirábamos de soslayo. Ese sitio era nuestro espacio cotidiano, el lugar donde solíamos compartir lo que para cada uno representaba su realidad singular; que, no obstante, en muchos aspectos una y otra coincidían.
En la calle comenzó a resonar estruendosamente la caída de la lluvia sobre el piso adoquinado, de manera que, con una emoción desorbitante y sin considerar alguna consecuencia por nuestra decisión, salimos para recibir el impacto de las gotas sobre nuestros cuerpos. No estábamos abrigados y muy pronto terminamos empapados. Con la piel erizada y las extremidades temblando, sentimos también la respiración entrecortada, como si algo hubiese ingresado en el pecho y cambiara el ritmo habitual del organismo; la sensación nos había tocado las entrañas. Ya cuando el frígido viento se acometió de lleno contra nosotros, no tuvimos más alternativa que correr a la casa para encontrar calidez y refugio.
La golpiza con la que fuimos acogidos apenas cruzamos la puerta de la entrada fue tan sufrida para ambos que una genuina conexión surgió cuando uno consoló al otro, a la vez que intentaba detener su propio llanto.



Aromas del ayer
María Marro

Yo recuerdo la tersura con que me envolvía ese vestido que me llegaba arriba de la rodilla. Era como fuego de terciopelo en mi pequeño cuerpo de niña. Al amparo de su encanto de granada podía andar de aquí para allá, saltando, sintiéndome libre, cual flor de fresa y mermelada que deshoja sus pétalos en un día de viento y esplendor. Así me sentía con ese vestido de cálida textura: dichosa, juguetona, feliz, me sentía yo. Podía volar, igual que volaban sus holanes al ritmo de mis movimientos, al ritmo de mis vueltas y vueltas con los brazos extendidos al mundo, al ritmo de mis risas sin motivo.


Me siento vivo
Paola de Loera

El recuerdo más memorable que tengo con la música sucedió en un hospital. Por aquel tiempo conocí y escuchaba mucho a los Enanitos Verdes y a Fobia, aunque no son para nada bandas de mis tiempos.
Mi papá, con insuficiencia renal, había ingresado al hospital una vez más –una de tantas veces- pero esta vez ,a diferencia de otras, permaneció varios días ahí.
Cuando me tocaba cuidarlo le leía fragmentos de “El príncipe y el mendigo,” al parecer le gustaba; también le prestaba mi iPod para que escuchara música de los Beatles, que le encantaban.
Un buen día se me ocurrió algo que consideré una gran idea para animarlo y que a su vez creí que podría ser terapéutico para mi papá. Él era un hombre muy seco, muy frío, así que no sé como accedió a hacerlo, en fin, quizás su situación en el hospital lo sensibilizó.
El día en que ejecuté el plan llevé a mi papá a que diera unos pasos por los pasillos del hospital, luego, cuando llegamos de nuevo a su cuarto le pedí que escuchara aquella canción de Fobia que dice Me siento vivo.
Cuando llegó a la parte del coro le pregunte: Papá ¿qué dice la canción?
Él me respondió viéndome a los ojos, pero serio: Me siento vivo.
Y le dije: Dígamelo otra vez. 
Y él contestó: Me siento vivo uho oh oh oh oh oh. 
Finalmente le dije: Más fuerte, papá.
Y de pronto mi papá se encontraba cantando y repitiendo alegremente que se sentía vivo, aunque fuera por un instante fugaz.


Memoria de la ocasión que me di cuenta que amaba a mi hermana
Patricia Vargas

Recuerdo pocas cosas con mi hermana. Era diez años mayor que yo. En realidad nunca jugábamos juntas, no tuvimos los mismos intereses, no nos comportábamos igual, incluso físicamente éramos definitivamente diferente:, ella era muy alta y atractiva y yo menuda y de gestos amargosos. Ella parecía ser autónoma y decidida y yo siempre llorosa e insegura; eso parecía hasta que yo me fui de casa en plena adolescencia y ella se casó y comenzó a formar una familia muy estable. No teníamos los mismos gustos en absolutamente nada, ni la misma pasión por la vida. Ella en el fondo siempre quiso ser una madre y una esposa perfectas y yo, exactamente lo contrario y además de manera radical.
Hace unos cuantos veranos, su esposo y ella vinieron a mi ciudad a pasear, a visitar los mismos sitios que visitan cuando vienen a pasar unos días, y ocurrió que en una cena cotidiana y familiar, ellos discutieron por una diferencia salvable por cualquier pareja corriente en una mesa familiar, según comentamos después quienes lo presenciamos; sin embargo, esa misma noche mi cuñado despojó a mi hermana de sus tarjetas de crédito, de sus “joyas”, de su cariño y se marchó solo en su camioneta a la mañana siguiente. La dejó a merced de la suerte como si fuera una caja de empaque que ya no se necesita, sin darnos explicaciones y sin darle a ella la oportunidad de entender la decisión y defender su matrimonio.
Ese fue el momento en que las diferencias entre mi hermana y yo terminaron para siempre. Sentí su fragilidad, su desolación y su asombro. La acompañé al ministerio público a levantar un acta de hechos, ella iba con los ojos hinchados y conmigo. Ya no llevaba su anillo de compromiso, ni el de matrimonio, ni ningún otro símbolo, ahora esas manos temblorosas sin futuro trozaban un pañuelo de papel húmedo e inservible. Ese fue el momento en el que sentí una rebelde necesidad de amarla, de cuidarla, sin condiciones ni peros ni historias pasadas. Allí comenzó una nueva historia para ella y también para mí.










ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO