i
Hamid tiene corazón de niño,
alma de niño,
manos rápidas cubiertas apenas de tinta
frente a la prensa sonríe,
repite palabrotas en español que en su boca suenan graciosas,
nuevas,
como si se tambalearan de tan tiernas
luego se arrepiente como un niño
que sabe que dios lo ve
desde algún sitio privilegiado
con la libreta de las malas acciones en la mano
Hamid Saied,
a miles de kilómetros de Pakistán,
imprime carteles de Coca-Cola,
afiches de bronceados,
calcomanías de las arenas bituminosas,
atento siempre a fiussss y el fiassss de su vieja prensa
Hamid
Saied
Uddin
es mi amigo
y tal palabra, en sus manos, se ahueca despacio,
se fecunda para florecer honesta y limpia
Hamid se entrega,
abre su corazón musulmán a la amistad
de un cristiano no muy convencido
que lo mira,
y al mirarlo,
es como si escuchara la canción favorita
que dios tararea al oído
de sus más incrédulos hijos
tormentas de nieve suplen arenas
autos carcomidos por la sal desplazan camellos artríticos
su café milenario ablanda rosquillas americanas
el olor de sus samosas, en el comedor de la empresa,
se mezcla de manera inesperada
con los humores de mis enchiladas verdes
un abrazo de despedida
y un volveremos a vernos
selló un lazo indivisible
we will be friends for ever
me dijo la última vez que lo vi
y yo sabía
y él sabía
que de veras era la última
ii
Inge [Inga] Boone, el viejo holandés malhumorado
el viejo hippie
el viejo cabrón
hace rabietas y masculla imprecaciones
entre labios y cigarro
anda por los pasillos quejándose de todo
queriendo estar en todo
estorbando a veces en todos lados
con el dolor enraizado en su espalda deshecha,
se aferra a hacer las cosas que ya
—de veras ya—
no puede
tras la capa correosa que lo cubre
sé que está solo y triste,
tal vez asustado,
necesitado de un abrazo,
de un golpecito en el hombro que apruebe uno de sus chistes,
de un café recién hecho que llegue a calentar sus manos
mientras fuma allá afuera en el invierno de Alberta
Inge
Cornelius
Boone
flaco, melenudo, correoso
cubierto de tinta desde los tenis percudidos
hasta el rubio inverosímil de sus rizos
juega en su kindergarten de colores,
se divierte a veces mezclándolos,
rabia cuando el tono buscado se le niega
y es mejor apartarse del camino del anciano endemoniado
Inge Cornelius se nutre a medias con sopa enlatada,
finge que los refrigerios del viernes no le interesan,
pero se derrumba moralmente
—irreparablemente—
si nadie le guarda una galleta,
una rebanada de pizza,
una de esas golosinas chinas que la china Elena lleva y que a nadie le gustan
tan sólo por sus pelos enmarañados
tan parecidos a los míos,
se ha convertido en
mi padre o mi abuelo
gracias al consenso burlón de todos
y el holandés mariguano, el del hijo ausente
y el mexicano triste, el del abuelo muerto
aceptamos tácitamente el parentesco impuesto
por el sacramento de la orfandad obligada
no sé si pensó en mí el último día,
pero lo estuve esperando en mi despedida
para entablar con él otra épica conversación
filosófica-catequética-literaria
sin embargo el abuelo,
el viejo recabrón rehippie,
fiel a su costumbre de animal de la estepa,
se quedó en su madriguera impenetrable
aunque sé que lo hubiera hecho feliz,
no le llamé para decirle adiós.
Andrés Briseño Hernández