—Es por el placer de dar— aseveró el viejo ventrudo, llenos los dientes de restos de comida, sucias las manos de grasa de pavo— Todo se reduce, si se me permite la comparación, a compartir de la sombra del árbol a aquéllos a los que el sol atosiga de día y de noche [gordo pendejo] y que no encuentran dónde aliviar su desazón. ¿No piensa usted lo mismo, mi estimadísimo y excelentísimo amigo?
—Por supuesto, señor senador.
—Y supongo que estará de acuerdo conmigo en que es nuestro deber patriótico, moral y espiritual coadyuvar al mejoramiento, aunque sea por esta noche, de su tristísima y pobrísima situación, retribuyendo su esfuerzo diario con una cena navideña que, gracias a la convivencia y a la armonía, mitigue sus pesares, su dolor intrínseco, interno e inalienable.
[¿Qué?].
—¿No es así, mi estimadísimo?
—Ah, sí, claro, licenciado.
—Mírelos usted: rebosantes de gratísima felicidad, de contentísimo esparcimiento [¡Y dale con las –ísimas y los –ísimos!]. Pero el mérito no es sólo mío, no, sino también de mi esposa. ¿Conoce usted a mi esposa?... No, ésa fue la primera, yo me refiero a la segunda… Sí, ésa. Pues bien, le comentaba: mi mujer, poseedora de un altruista corazón, en coordinación con la Asociación de Mujeres Pro Eliminación de los Desvalidos [!], tuvo a bien referirme y comentarme acerca de tan brillantísima propuesta— Me vi tentado a pedirle al gordo que me explicara cuál era esa proposición, la cena o la eliminación de los desvalidos, pero desistí de la idea ante la posibilidad de que fuera la segunda.


Ocupábamos un piso privado del salón de fiestas. Desde nuestra posición podía verse todo el primer nivel, repleto de gente que se apretujaba con fervor asesino frente a las ollas de los tamales y del ponche. Había algunas mesas y sillas patrocinadas por una refresquera, insuficientes para el número de asistentes, quienes se veían forzados a comer de pie o de plano sentados en el suelo. Un grupo norteño intercalaba villancicos y narcocorridos. Arriba, en cambio, el selecto grupo de comensales, en el que nos encontrábamos el enorme legislador y yo, disfrutaba de una cena de gala, atendida por meseros de refinados movimientos y pulcras vestimentas.
—Pues bien— prosiguió el licenciado— que a mi mujer apenas se le mete una idea en la cabeza, no hay quien se la saque, y ya me traía para acá y para allá jorobándome con eso de arriba para abajo— mientras decía esto movía al tiempo una enorme pierna de pavo a manera de batuta— Y yo que, como se habrá dado cuenta, me debo al pueblo y sus necesidades, acepté gustosísimo su iniciativa.
—Debió salirle muy cara la cena, supongo— dije sin poder apartar la vista de la pierna de pavo.
—Fíjese que ni tanto, ni tanto. Gracias a la colaboración mutua y recíproca de los diferentes niveles de gobierno, todo se ha logrado sin erogar prácticamente nada del erario público. Por ejemplo: mi amigo y compadre ciudadano presidente municipal de este municipio consiguió a un grupo de señoras de una colonia de por aquí para que cooperara con los tamales; mi mujer coordinó a las beneficiarias de los talleres del DIF para que prepararan el café [ponche]; la cena de acá arriba salió de una partida presupuestal para cultura; las sillas las prestaron los de las sodas. Todo esto permitió que nuestros queridísimos ciudadanos no pagaran ni siquiera lo de los bolos y las piñatas.
—¡Nombre!: una acción muy altruista.
—¿Verdad que sí? — asintió el senador sin notar siquiera un poco la ironía en mis palabras— Aunque le he de decir que yo era de la opinión de que se les cobrara un poquito, digo, a manera de criba, luego se mete cualquier gentuza que no se sabe. Hay niveles, digo. Es como, si se me permite la comparación, la diferencia entre un roble y un álamo.
—A saber— pregunté con extrañeza.
—Pues que un grupo de robles es un robledal; uno de álamos, alameda.
[Sin comentarios].
—Sin embargo— continuó— es bueno también apapachar a una que otra familia en situación pecuniaria débil [tradúzcase “jodida”] a la cual saludar de mano y servirle a la mesa sus tamalitos; dichas acciones siempre redundarán en beneficio del ánimo popular y de mi compromiso inherente para con los que menos tienen.
“Gordo cabrón”, quise decirle al viejo cerdo. En cambio me limité a observarlo beber con avidez cuatro copas de vino blanco.
—Ahora, si me permite— dijo limpiándose la boca con la servilleta de tela— debo dar a la población en general el mensaje navideño. Por cierto, tengo un asesor de discursos que me los escribe que ni mandados a hacer; si no haiga [!] sido por él me hubiera quedado mudo durante la campaña. Y ya ve usted, arrasamos en las elecciones. Ahí luego se lo presento para que le dé unos tips para su trabajo. Y no se le olvide sacar la nota de esta cena en la primera plana de su periódico, eh. Luego le hago llegar con mi asistente lo que le debo de la publicidad, mi estimadísimo comunicólogo. ¡Ah!, si quiere más pollito pídaselo al mesero: ésta es época de dar y en mi gestión no escatimamos en la dádiva social.

Andrés Briseño Hernández





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