VEO, VEO
—Veo, veo.
—¿Qué ves?
—Un mocito muy cortés
le dibuja garabatos,
rosas blancas y retratos
a una niña de Jerez.
El monarca en carromato,
manda cartas en francés
y un enano muy pazguato
se las firma con los pies.
—Veo, veo.
—¿Y tú qué ves?
—Veo un pirata portugués
que en las fiestas de don Chato
con su gancho rompe el plato
donde come María Inés.
Y a pesar del gran boato
del palacio de Aranjuez,
esa niña en arrebato
vive dentro de una nuez.
—Veo, veo.
—¿Otra vez?
—Muchas otras: quizá diez.
En la plaza el alegato
llegó al punto en que mi gato
ya no baja del ciprés.
Con temor el patronato
antes de acabar el mes,
consignó al muy mentecato
por las órdenes del juez.
—Veo, veo.
—¿Qué me ves?
—Tu vestido finlandés
que en el viejo califato
del califa Furriscuato
nadie sabe cómo es.
Y aquel pobre es tan cegato
(quizá sea por la vejez),
que en lugar de usar zapato
se enfundó en la pata un pez.
—Veo, veo.
—¡Uy, qué estrés!
—Un señor, con altivez,
dijo: “No son tres, son cuatro
los frailes del abadiato
que ya sufren de chochez.
Pues anoche por mandato
y muy poca lucidez,
no me dieron carbonato
a pesar de mi acidez”.
—Veo, veo.
—¡Ya van tres!
—Junto al quiosco hay un payés
pastoreando un gallipato,
una rana y un cervato,
tres ratones, un ciempiés.
Los llevaba por contrato
a vender en la kermés
que organiza el orfanato
de la villa de Avilés.
—Veo, veo.
—Dime, pues.
—En el templo un feligrés
se durmió por insensato,
y un ronquido sin recato
se escuchó con horridez.
Las señoras del curato
lo miraron de revés;
lo llamaron araguato
con total desfachatez.
—Veo, veo.
—¡Quesiqués!
—Nos subimos al almez
y aguzamos el olfato
para darle a este relato
una vuelta y un doblez.
Y si no rompes el trato
porque pierdes interés,
nos miramos un buen rato
y jugamos otra vez.
ANDRÉS BRISEÑO HERNÁNDEZ