La señora me lo contó hace seis o siete años, no como una confidencia sino como un detonante. Así como me lo dijo, se los comparto. Eso creo.

El baile

La habían invitado como madrina de bautismo. Ella aceptó gustosa pues su futura comadre era nieta de un tío suyo muy querido.

–¿Y quién será el padrino?– preguntó.

–Un buen amigo– aclaró el tío– Creo que se llevarán bien; es un joven agradable y respetuoso.

Sin embargo, las cosas fueron diferentes. No bien miró al que sería padrino, le cayó mal. Había algo en él que le irritaba. La seguridad de aquel joven le sabía a desplante; sus bromas le parecían de mal gusto. Por su parte el joven la creyó insulsa, un tanto aniñada y bobalicona, por lo que se dedicó a tratarla con indiferencia. Eso la molestaba aún más.

Al escoger el ropón discutieron por el tipo de tela, por el modelo, por los encajes o porque si debía ser blanco o aperlado. Para colmo, la dependienta estuvo de acuerdo con las opiniones de él y no con las de ella.

Salió de la tienda furiosa y no volvió a dirigirle la palabra ni siquiera en la ceremonia.

En la fiesta fueron obligados por el tío a bailar juntos. Una pieza nada más, mudos, si verse, y regresaron rápidamente a sentarse. Allí bebieron varias copas cada uno en su extremo de la mesa dispuestos a no hablarse, hasta que una melodía imposible de pasar por alto los hizo mirarse otra vez.

–¿Baila? – preguntó ella indecisa.

–Bueno– contestó él secamente.

Trastabillaron a los primeros pasos, víctimas de la confusión que les causaba el enorme espacio que intencionalmente habían dejado entre ellos. Pero luego de algunos acordes se destensaron músculos y reticencias. La negra cabellera de la joven soltó su aroma de azahar y los envolvió durante toda la canción. Se miraron entonces a los ojos.

No se movieron de la pista. Sin decir palabras esperaron a la siguiente pieza y muchas otras. La noche era hermosa; la fiesta, un encanto. Los chistes de él, graciosos; la sonrisa de ella un poema. Bailaron horas hasta que la música fue tornándose casa vez más lenta y las luces bajaron significativamente su intensidad.

–¿Sería un atrevimiento– preguntó el joven de repente– pedirle que se casara conmigo?

Los ojos de ella brillaron. La música se detuvo.

–Lo dice porque está tomado.

–Podría decírselo mañana, si lo prefiere.

-Dígamelo.

Así lo hizo. Al otro día llegó a su casa para proponerle matrimonio y continuó haciéndolo el resto de su vida hasta que la muerte los separó.


                                                                               Andrés Briseño Hernández
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