Apretaba en mi mano las dos pequeñas piezas de turquesa, mientras mis labios todavía paseaban el jugueteo de su boca. Un sentimiento que debía ser culpa pero no lo era subía desde mi vientre para atorarse en la garganta. Quería llorar de un arrepentimiento que no era tal, con un llanto más parecido a la alegría que al infortunio. Algo reverberaba en mi pecho, una voz proveniente de no sé dónde intentaba reprocharme todo, para terminar susurrándome al oído una canción mansa a la cual confié mi sueño.
     
     Los había conocido apenas unos días atrás. A él y a Chiapa de Corzo.
     
     Hay un momento entre el sueño y la vigilia que no es ni lo uno ni la otra; un marasmo en donde nada parece ser cierto, pero todo resulta posible. 
     De las posibilidades hablo. ¿Qué engranaje se activa para ponernos siempre ante las disyuntivas? ¿Por qué no lleva más allá, al otro lado, a la determinación tomada? Por el contrario, el mecanismo pareciera detenerse justo antes, y es uno el que, bajo sus propios riesgos, toma o deja, reclama o concede.
     
     Luego de un viaje largo, llegamos a una Tuxtla lluviosa, anfitriona grisácea de mis primeras vacaciones sola en mucho tiempo. Durante la cena, supe ciertos nombres, identifiqué algunos rostros, todos compañeros de autobús de los que apenas conocía sus ronquidos, sus idas al sanitario o charlas esporádicas a lo largo del trayecto. 
     Cenar con extraños, evidenciar tus formas de comer o, peor aún, modificarlas, es, por mucho, espantoso; es como repetir de manera absurda ese episodio en el que, para terminarte la sopa, necesitas obligatoriamente recurrir al chiste estúpido de “esto no se hace, ¿eh?” mientras sorbes directamente del tazón. 
     
     Válvulas de escape, dijiste… ¿o fui yo la del argumento?
     
     Reproduzco textualmente la cita: “It has landmarks that are declared historical sites by INAH (National Institute of Archeology and History), like the colonial fountain or ‘Pila’ that is located in the central square, unique piece of the Spanish-American colonial mudéjar art built entirely of brick”.
     La traduzco: “En el centro de la plaza hay un como kiosco al que pareciera que le brotaron visos de castillo. Adentro, una fuente que nadie ve se desgañita a patéticos borbotones. UNA puede quedarse horas mirando en silencio, maravillada sin saber exactamente por qué; UNO, en cambio, toma fotografías, analiza, reconoce en la práctica lo que le han dicho en teoría sus libros de arquitectura”.
     Es sin embargo cuando la noche llega, que UNO y UNA se miran bajo el reflejo del juego de luces de la “Pila” y entienden o dicen o callan.
     

     Válvulas de escape, dije…
     
     Un oaxaqueño conducía el taxi: aseguraba que unos días antes un famoso se había casado en la iglesia de Santo Domingo de Guzmán con una guatemalteca de catorce años; el Arzobispo en persona ofició la boda, y entre los invitados figuraron funcionarios, artistas, industriales y -¡por el amor de Dios!- el presidente de los Estados Unidos. Tú lo mirabas atento, le hacías pensar que creíamos. Al bajar del taxi, reímos a carcajadas de semejante farsa.
     
     Si lo que sucedió fue una traición, ¿por qué no me sabe a tal cosa?
     
     Conforme el paisaje se volvía árido, florecía en mi estómago el desconcierto. Era el regreso. Lejana, como si fuera un sueño del que sólo queda la nostalgia, Chiapa de Corzo. En mi mano las dos piezas de turquesa. A pocos pasos me encontraba ya de un reencuentro que no hubiera preferido, pero que, en cambio, era lo que más anhelaba. (Es que el amor seguía intacto, inacabado. No se trataba de herir o de romper o de componer las cosas).     
     
     “¿No te ha pasado –preguntaste- que a pesar de hacer lo correcto, lo que sabes que está bien, persiste un dejo de vacío, una falta de algo, un preguntarse qué habría pasado? Pues yo no quiero sentir lo mismo ahora, no contigo”.
     
     ¿Qué otra cosa si no sus manos?: el movimiento con que llevaba la copa a sus labios; el encuentro de sus dedos con sus cabellos rubios; la firmeza de sus argumentos respaldados por sus ademanes; la desfachatez con que, sin necesidad de excusas tontas, tomó el tazón y bebió  la sopa.  

     No se trataba de herir o de romper o de componer las cosas: se trataba de ser yo misma, de esa búsqueda subterránea, inofensiva, por sentirse libre, no porque a una se le ate, sino por el simple hecho de sentirlo. Era ese intento por arriesgarse, por salir del orden para volver más convencida. ¿Es éste un argumento válido o una excusa disfrazada?
     
     Tomamos el taxi  convencidos de que nada excepcional habría en una ciudad como Tuxtla; los demás, impelidos por no sé qué fervor citadino, decidieron recorrer centros comerciales y cinemas. Chiapa de Corzo, entrada al Cañón del Sumidero, se me antojaba idílico, un pueblo quizá inconsciente de su propia existencia.

     Pocas excusas se me ocurren: “no eres tú, soy yo”, “no supe lo que hacía”, “se me hizo fácil”. Todas apestan.


     No, sí, no. 
          No, no, no.
               Quizá.
                    Sí, no. No.
                         ¿Qué hago si me pide que lo bese?


     Frente a mí la puerta: su color blanco, carcomido de la parte baja; la perilla nueva (¿cuántas  veces perdí una tras otra las copias de la llave?); el ligero olor a madera mojada; la sensación de seguridad que emite una vez que se cierra. Puedo recrear con los ojos cerrados la ventana, la textura del muro, el número de escalones que me separan de la entrada. Reconozco la casa, nuestra casa, y, definitivamente, al hombre que me espera adentro. Lo que no sé, lo que me aterra, es si desconoceré a la mujer que entra, la que lo dice o que lo calla.

     Aprieto con fuerza dos turquesas pequeñas. Es todo lo que me queda.

     Su dedo tibio recorrió mi labio inferior con delicadeza, pero con la fuerza suficiente para callar la risa que me habían causado sus comentarios hábiles y tiernos. Un aturdimiento estuvo a punto de hacerme caer, pero su brazo libre me detuvo. La cercanía de su aliento me hizo cerrar los ojos y abrir los labios. El engrane de las posibilidades se echó andar a una velocidad vertiginosa: sí, no; sí, no; sí, no. Yo sólo deseaba estar del otro lado.

     Regresamos a Tuxtla en silencio a pesar de la plática del taxista que nos había esperado: “Se los juro, de veras: vino el presidente”, “¿Visitaron el cañón? Bonito, ¿verdad?”, “Aquí como me ven, yo pude ser artista, pero la verdad no quise dejar a mi familia”.

     No, sí, no. 
          No, no, no.
               Quizá.
                    Sí, no. No
                         ¿Se lo digo? ¿Me lo callo?

     ¿Presidentes, cañones, familias? ¿Qué importan esas cosas luego de un beso? ¿Qué válvulas de escape abren, qué mentiras, cuáles pretextos?

     “Tengo algo que contarte…” En mis labios aún se paseaba el jugueteo de su boca. ¿Existe culpa? El hombre en la puerta es mi hombre, al que quiero. ¿Sentirse libre de veras o llenarse de cadenas en el intento? Sucede que se engrasa la maquinaria, se busca el punto de quiebre. No se trata de herir o romper o componer la cosas. Es lo que es. “Hay algo que debo decirte…” ¿Vivir, traicionar, ser una misma? ¿Existe dolo cuando no hay alevosía? No siento vergüenza. La siento. No. Sí. Veo sus ojos y sé y estoy segura. Amor, ternura. ¿Hice mal? ¿Sí? ¿Por qué entonces me siento peor si desecho la disyuntiva y hago lo correcto? ¡Al demonio las disyuntivas! Es que hay cosas que son muy mías que nadie tiene por qué saberlas. Pero somos uno, él y yo. Compartimos las cosas. Y a pesar de todo me siento feliz en otro sentido ¿Lo digo? ¿Sí? ¿No? “Tengo algo que contarte”, mis ojos clavados en sus ojos tiernos, su aroma inconfundible, muestra de que me pertenece y, sí, de que le pertenezco. ¡No puedo! Respiro profundo ¡Sí! una canción mansa envuelve su silueta ¡Sí! empañada por mis lágrimas reprimidas para siempre luego de abrazar la farsa. Entonces digo: “¿Sabías que tal famoso se casó con una guatemalteca de catorce años...?”
     
Andrés Briseño Hernández
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