¿Hasta dónde llegan los límites de la realidad? ¿Cómo se expande el acontecer diario de un pueblo rayano en la desaparición, mantenido a flote a punta del miedo, de los deseos soterrados, de las argucias y las falsas esperanzas? En El lugar sin límites, novela escrita por José Donoso en 1966, las apariencias se superponen a las realidades en un intento por encubrir las intenciones, escamotear las verdades y consolidar el poder. 
Conforme nos adentramos en la obra, las máscaras se desprenden y evidenciamos los rostros verdaderos. El Fundo el Olivo, un pueblo al que se le augura prosperidad, es en realidad un caserío miserable destinado al olvido desde que el trazado del tren, originalmente concebido para que cruzara la localidad, cambio de ruta. 
Ahora sólo lo habitan unos cuantos vecinos y un grupo de prostitutas regenteadas por la Manuela, un personaje estancado en sus viejas glorias –¿reales, inventadas?–, homosexual y padre, amante del boato en un mundo que se vence ante la ruina. La única cosa que le permite anclarse a la falacia es su vestido de ‘Manola’; ataviado con él, las apariencias, aunque efímeras, subyugan a las realidades.
 Su hija, ‘la Japonesita’, virgen entre las putas, se proclama ajena a las voluptuosidades, mientras que secretamente desea ser poseída por Pancho Vega para ser llevada a un arrebato sexual que desconoce. La Japonesita no espera la llegada de la luz eléctrica, sino la arremetida salvaje de un hombre.
El destino del fundo está supeditado a los deseos de don Alejo, hombre entrado en años, senador, propietario de las viñas cercanas y de la mayoría de las viviendas del fundo. Los pobladores esperan el cumplimiento de la promesa del político de que la energía eléctrica y el progreso llegarán al pueblo. Pero el latifundista no se interesa por el bien público, busca recuperar una propiedad perdida años atrás y con ella la posesión de todo el fundo.
De tiempo en tiempo aparece por el pueblo Pancho Vega, joven pendenciero, chofer de un camión de fletes. Pancho desea a la Japonesita y odia a muerte a la Manuela. Ha jurado poseer a la muchacha y darle su merecido a su padre a la primera oportunidad. Pero a la vista del cuerpo enjuto y viejo del homosexual que baila ataviado con un traje de ‘Manola’, ardores reprimidos copan la carne de Pancho, le revelan deseos inesperados que lo llevarán a tomar una decisión tajante. ¿Sucumbirá a la verdad que le grita su sangre o se aferrará a la protección de la máscara?
Retomo las preguntas iniciales: ¿Hasta dónde llegan los límites de la realidad? ¿Cómo ensanchar el mundo cuando no se tienen otros sustentos más que el deseo, la esperanza fallida y las ambiciones? Tal vez la respuesta se encuentre en la continua representación teatral de los seres que lo habitan. Cuando la realidad les resulta hostil, inconveniente, desalentadora y, sobre todo, perecedera, el juego de las apariencias rompe las lindes de lo real y ensancha los márgenes de la vida hasta puntos quizá inconmensurables. 

Andrés Briseño Hernández
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