I
Del lejano pueblo
Puertas Grandes
llegó mi abuelo
Pedro Hernández.
.
Traía entre sus brazos
un perro
que encontró triste, solo,
en el cerro.

Perdido estaba,
dijo el abuelo,
cerca del río,
tras un ciruelo.

Las tres lo vimos,
Lupe, Teresa
y yo: abrió la boca
con pereza
y sus ojitos negros
cerraba
mientras abuelo
lo acariciaba.

Era lindo, negro,
chiquitito,
un punto blanco
en el rabito
y, sobre todo, la
mirada ésa,
como la mía,
en la tristeza.

Dámelo, abuelo, dije en
un grito
que salió primero
despacito,
luego tomó fuerza,
mucha altura
hasta tocar, sí,
la nubladura.

Para qué lo quieres,
replicaron
mis hermanas cuando
me miraron.

Está muy chica, no sabe
nada,
murmuró Teresa,
enojada
como la noche lejana
y quieta
cuando abandoné
la bicicleta
a la mitad de la calle
oscura
y corrí directo
a la amargura.

El miedo, ya metido
en el pecho,
crecía más, más
a cada trecho.

Desde la ventana de
un camión,
madre dibujó
un corazón.

Su boca, sin voz ninguna,
dijo:
Me voy al norte,
al norte fijo.
¿Qué es el norte?,
¿en dónde queda?
Y no dijo nada
la alameda.

Es tu culpa, toda tuya,
niña.
Un empujón seco que
se apiña,
se trepa y se atora
en la garganta.
Teresa, hermana,
¿de dónde tanta
luz se nos escapa
por la puerta?
Si tú me empujas, se queda
abierta.

Quise llorar, correr tras
el humo
que subió tranquilo hasta
el totumo.

Pero abuelito posó
su palma,
suave, amorosa, tibia
y en calma.

Así como ahora a su
regreso
feliz coloca en mis brazos
eso
que se retuerce, bosteza
y gime
y busca la mano
que lo anime.

Es tuyo, mija,
anunció abuelito,
y el sol salió, bueno,
calientito.

II
A la orilla del río mi perro
hace cabriolas,
persigue a la mariposa,
destroza corolas
y salta y gruñe, ladra chistoso
el negro
—como si ya fuera grande y fuerte—
y yo me alegro
de tenerlo, mientras rayoneo
en el cuaderno:
madre, si lo vieras: es lindo,
lindo y tierno.


Quisiera mandarte las cartas,
todas ya escritas,
en las que te cuento a detalle
de mis visitas
al sanatorio donde una doctora
de blanco
me da caricias, como las tuyas,
sobre un banco.

Abuelo me lleva temprano,
siempre temprano;
por las calles solas canta y me toma
de la mano.

Tus cartas se llaman giros postales
y valen
gotas amargas y cápsulas verdes
que saben
a lo mismo que sabe cada noche
tu ausencia
y te espero, madre, con un perro
y su querencia.

Una nube se apretuja contra otras
y truena
y el estruendo cae lo mismo que
la lluvia buena.

El Fierros —así se llama—se detiene
y ladra
y el eco mojado se repite
por la cuadra.

Lupe se asoma por la ventana.
Larga y flaca,
nos mira detrás de la lluvia que
no se aplaca.
Dice Teresa que ya te metas,
hace frío.
El Fierros, rebelde, forma cabriolas
en el río.

Te hará daño, tonta; ya verás
con el abuelo,
gritó Tere y vino y me tomó fuerte
del pelo.
Me llevó a jalones, por el lodo,
hasta la casa.
Si enfermas mamá no vuelve, dice,
y me traspasa
el pecho un dolor frío y caliente,
así como
si lumbres y hielo atravesaran
un palomo.

Dejó la maroma el perro y vino
azuzado;
de una patada, pobrecito,
se quedó callado.

III
Canta la rana,
canta;
 Fierros llega y
la espanta.

abuelo
lo mira,
ríe, me observa
y tira
del hilo
aguamarina
de su talega
fina.

Adentro los
crayones
esperan
dormilones
que abuelito
los tome
y un dibujo
se asome.

Ésta eres tú,
y el Fierros
ladrándole
a los perros;
allí la casa
vieja
y su pared
bermeja,
ya
descarapelada,
se asoma
en la alborada.

¿Y madre dónde,
abuelo?
Mi voz sale
del suelo.

Luego, sobre
la hoja,
cae una gota
y moja.

IV
A la mitad del cuaderno
usado
un dibujo me aguarda
doblado.

Espera un poco, Fierros,
espera,
ya casi termina
la carrera.

Más allá de la colina
leve
un arroyo se hincha
cuando llueve.

Hasta allá marchamos,
perro mío;
rápido corre, aleja
el frío.

El sereno moja mis
sandalias
a mi paso suelto entre
las dalias.

Una piedra enorme, plana
y roja
una mesa dispuesta
se antoja.

Despacio, sobre la roca
expando
aquel dibujo humedito
y blando.

Es el mismo, madre,
de abuelito,
con la casa vieja
que yo habito.
Pero ya no estoy sola
en la casa,
estás tú, camino
de la plaza.

Dibujada con lápiz
sin goma,
madre, para no borrar
tu aroma.

Teresa y Lupe también
esperan,
paradas allí y
ni se enteran.

A su costado canta
el abuelo
un canto que sube lento
al cielo.

Si pudieras me
preguntarías:
¿Y ese perro de tus
correrías?

Como tú y yo, estaba
perdido;
asustado, como
su ladrido.
Y de pronto vino,
tan pequeño
a tender la tela
del ensueño.

Todo lo guardo en el
dibujo
que el arroyo te manda
con su flujo.

Y si vuelves pronto,
si no tardas,
una niña te dará
guirnaldas.

No temas, madre, crecerá
el berro;
y yo aguardo a la sombra
de un perro.


Andrés Briseño Hernández
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