memorias de un desmemoriado II imagememorias de un desmemoriado II imagememorias de un desmemoriado II image
Señoras, señores y demás personas que me lean: va aquí otro montón de remembranzas y confesiones que recuerdo o creo recordar como me las contaron. perdóneseme la poca memoria y la mucha inventiva.

1. Poquito nomás

     Cuando don Luis Barragán fue presidente de Monte Escobedo, las responsabilidades del Ayuntamiento no eran tan demandantes. El pueblo era pequeño y sus necesidades, pocas; se podría decir que edil municipal hacía las veces de un patriarca encargado, además de hacer política, de asuntos mucho más sencillos y cotidianos.
     Cierto día, los padres de un muchacho que se había robado a la novia unos meses atrás, se presentaron ante don Luis para pedirle un favor: la muchacha estaba embarazada y, como los padres de ella no querían recibirlos, necesitaban que él, como presidente municipal, fuera a darles la noticia del modo más amable posible.
     El alcalde, bonachón y tranquilo, no sabía cómo informarles el asunto a los ofendidos padres. 

     – ¿A qué debemos el honor de su visita?– le preguntaron una vez que se animó a verlos.
–Es sobre su hija– contestó nervioso– Pues resulta que… pues… pues fíjense que está un poquito embarazada…


2. La carta

      Mi madre sufrió los embates del amor una mañana en la escuela. Eran los tiempos en que mandar una carta resultaba la mejor manera para declararse.
     Desconfiada de sus habilidades como escribana, le pidió a la alumna más avezada en esos menesteres que le redactara la misiva. El mensaje era sencillo, pero efectivo: “Te mando esta carta”. Ni una letra más, ni una letra menos.
     Cuando el escrito estuvo finalizado, discretamente fue pasando de mano en mano con destino al niño en cuestión hasta que el maestro, hábil destructor de relaciones, lo interceptó a unas cuantas butacas del final.
     Mi madre enrojeció de vergüenza cuando el profesor comenzó a leer la carta frente a todos; pero más pena sintió al escuchar el contenido de la declaración.
“Te ma eta cata”, había escrito la más ducha escribiente de la clase.


3. La limosna

      El Pilicho y sus hermanos dormían a pata tirante luego de la borrachera de la noche anterior. Era domingo, como a las siete de la mañana.
     Alguien llamó a la puerta con ahínco. El Pilicho entreabrió un ojo pero no se levantó. El llamado volvió a escucharse, pero ahora con más fuerza. Luego otra vez y una vez más.
     – ¿Pos quién es?– preguntó molesto.
     –Una limosnita– dijo una voz de mujer del otro lado de la puerta.
–Ay échela por la ventana– replicó El Pilicho y se volvió a dormir.




4. La Divina Ficción

     Mario Vargas Llosa, en su ensayo La verdad de las mentiras, comenta con acierto que el hecho de que una novela cuente una “verdad” o una “mentira” es tan importante para ciertos lectores como que sea buena o mala. Claro ejemplo es uno de mis hermanos, quien es capaz de escucharme referirle cualquier historia con gran atención, pero apenas descubre que se trata de las vicisitudes de un cuento o una novela, pierde cualquier interés por el relato y se marcha. “Ah, es mentira”, expresa desilusionado.
     Otros en cambio, anteponen la ficción a la verdad, como el caso de cierta señora que le contaba a su familia las noticias de la tele o los sucesos cotidianos del barrio invariablemente aderezados con personajes, acciones y diálogos imaginados. “Ya sé que así no fue –les explicaba a quienes la corregían– pero yo lo cuento más bonito”.
Existen también otros casos en los que la línea divisoria entre lo verdadero y lo ficticio resulta tan delgada que algunos son incapaces de entender la diferencia: Contaba uno de mis maestros de la universidad que en Rancho Grande, Fresnillo, Zacatecas, un ejemplar de la Divina Comedia de Dante Alighieri llegó, por azares del destino, a las manos de una ferviente y católica señora. Luego de leerla, la mujer reunió a sus vecinas y les contó la maravilla que había descubierto. Desde ese día, anduvo por el rancho recolectando firmas de niños y adultos, con la finalidad de entregárselas al sacerdote quien, a su vez, debería mandarlas al obispo y éste a las más altas esferas del clero para lograr, lo más pronto posible, la canonización de san Dante, único ser humano que había sido capaz de viajar por infierno, purgatorio y cielo y vivió para contarlo.


5. De la parranda 

     Era media noche y el silencio de la duermevela apenas era entrecortado por el traqueteo de uno que otro ronquido que se esparcía por el rancho. Reflejadas fugazmente sobre las cercas, las sombras de un grupo de muchachos se aproximaron acechantes a los tendederos de las casas del barrio de arriba. Un perro ladró; otros se unieron a su aviso de alarma. Las luces se encendieron en más de una vivienda, sin embargo por las ventanas sólo pudo distinguirse el vaivén de las ropas azotadas por el viento.
    La primera en verlo fue Angelita. Iba muy temprano rumbo al molino cuando el espectáculo frente a ella la hizo tirar la tina con el nixtamal; Severiano casi estampó el tractor en la barda de Josito y el profe Bartolo olvidó el dictado y abandonó la primaria para dar crédito a lo que ocurría: una procesión de burros ataviados con la ropa interior robada de los patios irrumpió por las calles del rancho. Era un desfile de calzones y sostenes de tamaños, estilos y colores diversos. Nuevos unos, rotos otros; limpios éstos, irreparablemente percudidos aquellos.
     Fue el comisario quien salió de la sorpresa y mandó parar a la burrada. 
     – ¿De quién son estos calzones?– gritó mientras extendía unas pantaletas azul bajito– ¿Y estos otros sellados a perpetuidá?
     Pero le preguntaba al vacío. No hubo un solo despistado que se atreviera a reclamar sus íntimas pertenencias. 
     A pesar de las indagaciones, nunca dieron con los culpables. Las prendas permanecieron exhibidas en la cancha por más de una semana. Los vecinos pasaban, identificaban desde lejos las suyas, pero ninguno dijo esta boca es mía. Luego de otros tres días, el comisario, en ceremonia pública, quemó la ropa.
     La vergüenza pudo más que el cariño: con los puños apretados, las mujeres se despedían amargamente y en silencio de aquellas prendas tan bonitas que sus esposos les habían comprado en la feria de primavera y que ahora no eran más que una voluta negra que ascendía como si tal cosa.
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