Pedro Hernández partió al norte hecho un puro llanto; sus labios musitaban ¿Cuál de los dos amantes sufre más penas…? Rita Carrillo, su mujer, se supo sola y guardiana de sus hijas. Por eso no se permitió una lágrima siquiera. Por eso se convirtió en la centinela de su casa, de las muchachas y de su honra. Cada tarde se encerraban a piedra y lodo mucho antes del anochecer.  Ni una luz, ni una palabra salían de la casa. Y el radio, única diversión de las mañanas, permanecía religiosamente apagado hasta el nuevo día.

            A veces llegaban cartas llenas de “las pienso”; las jóvenes las leían y cantaban. Rita Carrillo acallaba los coros antes de que el sentimiento la desbordara. No iba a llorar por él; no, hasta que regresara como lo había prometido. Dile al que te lo cuente que eso es mentira, se decía.

            Sin embargo, si saber la razón, una madrugada despertó con un desasosiego en el pecho que le hizo romper su férrea disciplina. Llamó a sus hijas que despertaron asustadas y confundidas. Rita Carrillo encendió el radio para sintonizar una estación que trasmitía desde los Estados Unidos.

Un hombre pedía una canción. Se decía triste y solo, con una necesidad enorme de saludar a su familia aunque bien sabía que era imposible que estuvieran escuchando.

Era Pedro Hernández.

Cuando se quiere hasta se llora, sentenció la letra de la canción solicitada. “Y sólo con la muerte te olvidaría”, exclamó Rita Carrillo, y se deshizo en lágrimas hasta el amanecer.



Andrés Briseño Hernández

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