Si me fuese dado elegir de qué iría el sueño más luminoso que alguna vez soñara, escogería tal vez un viaje en el autobús antediluviano del rancho, sería un niño otra vez y recorreríamos la carretera polvorienta y hoyuda que va a Sarabia, dando tumbos en el calor húmedo de un verano al que no han llegado todavía las lluvias. Por las ventanas entraría el sol como una oleada de luz blanca a la que mi madre —la versión de mi madre del tiempo en que era feliz— tomaría a pedazos para guardárselos en la saca azul del mandado. Mi hermano y yo comeríamos pizzerolas y tomaríamos coca-colas tibias compradas en la tiendita de El Sauz, nos limpiaríamos las manos restregándolas contra el tapiz de los asientos mientras contamos los postes del lienzo de alambre que delimita las huertas de durazno.  Enrique llevaría encendida la radio y, aunque no sería sábado, estarían transmitiendo La hora de los niños, con Gabilondo Soler. De repente, a una voz, todos los niños y niñas que viajáramos en el autobús comenzaríamos a cantar El ratón vaquero y danzaríamos a lo largo del pasillo taconeando las botas y sacudiendo los sombreros. Mi madre, como cuando era feliz, reiría y aplaudiría al ritmo de la canción. Al final del pasillo, nos aguardaría un viejito sentado en la llanta de refacción para contarnos un cuento. Nos llamaría a su lado como un pastor a los corderos. Yo llevaría el cencerro de la oveja guía, a una señal mía mi hermano acallaría los cantos. Y la música, las voces, el murmullo de los adultos, el universo todo guardaría silencio para escuchar al anciano que no sería un desconocido sino mi abuelo Pedro. Echado a sus pies, el Fierros dormiría su sueño de perro y soñaría quizás con un camino lleno de huesos donde él, el Capitán y el Caminante retozarían alborozados. Al llamado de mi abuelo, dejarían el botín para seguirlo. ¿A dónde va el abuelo? Al cerro Pachón, seguro, o a la sombra de un encino. Acomodaría el sombrero como una almohada y se recostaría a leer un libro. Sería niño también, estaría aprendiendo a leer a escondidas de mi papito Ginio, que le tenía prohibido ir a la escuela. A cada palabra descifrada a punta de esfuerzos, una magulladura, un morete brotado a punta de cinturonazos, desaparecería. ¿Qué lee abuelito Pedro? El libro está viejo y despastado, pero su interior se mantiene incólume y vivo. Hojearía y de repente, como si lo hubiera estado esperando, un cuento le brincaría a los ojos. Sería la historia de un chiquillo que también se llama Pedro y que gusta de meterse en líos por sus travesuras. Urde malas, una tras otras y mi abuelo ríe mientras el sueño lo va venciendo. Yo sabría que sueña el abuelo niño: por la terracería polvorienta y hoyuda un autobús —no sabría él que así se llama ese mostrenco de fierro, pero no tendría importancia— daría de tumbos al ritmo de un coro de niños. Entre los pasajeros reconocería a una hija que aún no tiene, pero que identifica por la felicidad que la iluminaba entonces; esa mujer tendría dos hijos, cuatitos, prietos y orejones. Abuelito Pedro los vería correr dentro de aquel armatoste y querría conocerlos, quizá darles un abrazo. Y he allí que el abuelo extendería los brazos de su palabra y la parvada de niños entre los que danzan sus nietos, atendería al llamado y avanzaría al trono de hule de la llanta de refacción. Tres canes bondadosos y sabios harían la guardia al cuentero. El abuelo rompería el hilo del silencio con su voz cascada y dulce, y diría “Érase una vez un niño que se llamaba Pedro, le decían de Urdimalas y cargaba un cencerro”. Yo levantaría la vista asombrado y vería los ojos de mi abuelo, llenos de una luz blanca que inundaría el autobús, y que mi madre, soñando que alguna vez fue feliz, guardaría en la saca del mandado.

                                                                       Andrés Briseño Hernández
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