Libros abiertos. Alas abiertas imageLibros abiertos. Alas abiertas image
1. La cueva del húmedo caballero

No sé si lo hacíamos al salir de clases –ni siquiera me consta que en ese entonces estuviéramos en la escuela–, pero estoy seguro que era nuestro momento favorito: en un cuarto escondido cerca del baño para mujeres de la presidencia municipal estaba el Archivo, un espacio oscuro, repleto de cajas húmedas y desvencijadas. Apenas podíamos dar un paso entre aquellas pilas de papeles olorosos a tierra luego de la lluvia. En medio de aquel caos, sentado al trono-escritorio, nuestro padre leía.
            ¿Qué imán gigantesco nos arrastraba a quedarnos horas alrededor suyo sin hablar? ¿Por qué ese recoveco pleno de aire enrarecido se nos antojaba acogedor e interesante? Obviamente no puedo asegurar los motivos de mi hermano quien, dicho honestamente, siempre estuvo más apegado que yo a nuestro padre, pero no estaría arriesgándome mucho al aseverar que la simple compañía de papá le era más que suficiente para gastar tiempo precioso de juego en mirarlo en silencio. Mis razones eran otras: yo no miraba propiamente a mi padre, lo miraba leer. Lo observaba tomar folio tras folio de las cajas o reacomodando legajos, montañas completas. Lo miraba escribir también en letra de carta con una caligrafía cercana a la del escribano. Con el tiempo supe que los papeles que archivaba eran documentos oficiales del ayuntamiento y que las líneas que escribía eran poemas.
            Poemas firmados no con su nombre de pila sino como Parsifal, el héroe de algunos lais artúricos. Pero este guerrero medieval, lejos de compartir banquetes con sus compañeros de la tabla redonda, pasaba horas, solo y olvidado, en un quehacer que nadie en todo el palacio municipal valoraba. Era un caballero hurgante dentro de aquella cueva cubierta de tinta y moho, lejos de las fuentes claras y las damas misteriosas de los bosques británicos. Parsifal descuidado, visto a lo lejos por su hijo que vagaba por la gruta creando también sus dragones personales, sus damiselas en apuros.
¿Cómo es que no supimos entonces que ahí nacía la orden del Húmedo Caballero, destinada a amar y preservar la letra, a proteger con la vida los territorios oscuros y placenteros de la lectura?

2. La isla de los hombres solos o Cómo José León Sánchez me puso en aprietos ante mis maestras

No hay reino fijo para el caballero. Y mi padre siguió al pie de la letra esta regla una mañana lejana de mis 8 años en que partió de casa con maletas, con hijos de su primer matrimonio y una armadura de segunda mano. Se fue el paladín, es cierto, pero dejó los libros. Dentro de una caja que a nadie le importaba yacían a mi espera Rius, Mafalda y José León Sánchez con no sé qué historia sobre un tal Jacinto feo y pobre, el de la novia bonita y buena. Era La isla de los hombres solos, novela cuya lectura atravesó mi cerebro, abrió mi corazón, le dio un vuelco a lo que hasta entonces éramos el mundo y yo.
            Mientras los demás jugaban, yo pasaba los recreos leyendo bajo una sombra. Hasta ella llegaron dos maestras a pedirme prestada la novela. Se las facilité sin medir las consecuencias. Luego de unos días, al llegar a casa, mi madre me recibió alarmada tras la visita de las profesoras que le pidieron de la forma más encarecida posible que cuidara lo que yo leía.
            Pobres maestras. Se horrorizaron por la homosexualidad de la que hablaba la obra, por la tortura y la vejación a los reos, por la muerte y la degeneración humana. Pero no fueron capaces de comprender, de ver siquiera la ternura en el corazón de Jacinto, el amor de María Reina, los paisajes de los pueblos costarricenses. La crueldad de los carceleros pudo más en el escándalo de mis instructoras que el pasaje maravilloso en que los enamorados contaban estrellas sin poder elevar la cifra a más de cien porque los besos les hacían perder la cuenta y porque entre los dos no sabían contar más allá de ese número.
Entendí que, por absurdo que me pareciese, no cualquiera podía entrar a los mundos escondidos en los textos. Me sentí poderoso, dotado de un don casi divino, era dueño de un universo invisible a los demás donde nadie mandaba salvo mi propia imaginación.

3. Un flautista sin Hamelín

Mi tendencia a la oralidad viene de mi abuelo materno, último juglar de los territorios remotos del feudo de Sarabia, Jerez, Zacatecas. Narrador nato, mi abuelo nunca tuvo una tarde solo en su taller sino más bien un bonche de viejos amigos con alma de chiquillo (y algunos chiquillos reales) ávidos todos por escucharlo hablar.
            Uno de sus viejos amigos era yo. Las mejores tardes de mi vida se las debo –te las debo–, al abuelo. Sentado sobre un neumático de tractor  le oí contar historias sorprendentes; le aprendí, por ejemplo, la manera idónea para cazar osos (la historia la conoció por una película del Piporro, pero el abuelo dijo que él la había inventado):
“–Mira, mijo –decía– a pesar de estar tan grandotes, los osos son animales muy rápidos y fieros, por lo que no conviene acercárseles mucho. Para matarlos son necesarias tres armas: una escopeta, una pistola y un cuchillo. Una vez que las conseguiste debes buscar al oso, caminando siempre en sentido contrario del viento, atento a todo lo que pase a tu alrededor. Llegará el momento en que, a la distancia, lo encuentres descansando bajo la sombra de un encino. Entonces, sin hacer un solo ruido, vas a buscar la posición más cómoda para usar la escopeta. La mirada atenta al oso, luego a la mira, luego al oso, luego a la mira; deberás ser capaz de escuchar el latido de tu propio corazón, adivinando el siguiente movimiento del oso. Sólo cuando estés completamente seguro de no “jerrar” el tiro, vas a respirar hondo, hondo y apretarás el gatillo. Si por mala suerte no le das, el animal se te dejará ir a toda velocidad más enojado que nunca. No tendrás tiempo de recargar otra vez tu escopeta porque lo vas a tener a unos pasos, así que debes sacar tu pistola y dispararle a boca de jarro. Pero si por mala suerte no le atinas, vas a tener al oso justo frente a ti y ya no podrás usar la pistola de nuevo; entonces vas a agarrar caca, se la vas a embarrar en los ojos y le hundirás el cuchillo en el corazón.
– ¿Y dónde voy a conseguir caca, abuelito?– le pregunté consternado.
–Mijo –respondió él con tono sabihondo– cuando tengas al oso así de cerquita, caca te va a sobrar…”
            Mi abuelo era su palabra y su palabra era muchos hombres a la vez: fue el comisario que no rescató a la mujer enamorada que se iba “juida” a caballo con su novio: “Ellos andaban armados, mijo; ¿yo con qué les tiraba, con piezas de pan?”. Fue también el mejor improvisador de poemas: “D’este callejón p’arriba hay naranjas y limones; tú me tiras con un palo y ¿qué necesidad hay d’eso?”. Fue un recolector de cachivaches: “Este fierro está bueno, nomás que ahorita no sirve”; de frases que sacó de no sé dónde y se convirtieron en patrimonio comunitario: “Nosotros somos hombres de dinero, nada más que ahorita no tenemos”.
            El taller de mi abuelo siempre fue una fiesta de palabras, un rincón al cual asirse para no caer en el hastío. Mi abuelo era poderoso, dotado de un don casi divino, dueño de un universo invisible al que todos entraban gracias a su palabra. Ésa era la diferencia entre los dos: la generosidad narrativa. A mí me rebullían dentro del pecho los relatos que leía o escuchaba; mi abuelo los regalaba a discreción, como un bien comunitario.
Desde esa tarde comparto cuando puedo, como puedo, el patrimonio de la palabra. Espero, abuelo, no haberte decepcionado.

4. Dos pinos en medio de un robledal
 
Hay amigos que te esperan a la vuelta de la esquina. Así me pasó con Kike, de la escritora cubana Hilda Perera, hace más de veinticinco años. Era yo entonces un inmigrante ilegal en los Estados Unidos y no conocía las bibliotecas. Mis lecturas por esos tiempos se limitaban exclusivamente a los libros y revistas que había en casa, la de México: además de Rius, José León y Quino estaban Samurái John Barry y el Capulinita. El descubrimiento de un recinto lleno de libros fue maravilloso; saber que estaba a mi disposición fue todo un acontecimiento. ¡Los prestaban! ¡Podía llevarlos conmigo a casa!
Fue durante el segundo o tercer día de mi estancia en la escuela primaria Longfellow de Bakersfield, California, cuando la maestra nos llevó a la biblioteca a que tomáramos un libro al final del día. Sin atinar a moverme admiré el recinto, un salón grande llenó de la luz que entraba por los ventanales. Por fin, deambulé por los pasillos en silencio, lentamente, con los ojos bien abiertos. Luego de un rato de oler y palpar varios tomos, me detuve frente a un estante, de entre la gama de posibilidades elegí Kike porque yo no sabía inglés y ese libro estaba en español; porque en la portada un niño comía a lado de un apache —pronto me daría cuenta que no era apache—; porque se llamaba como yo, aunque le dijeran Kike.  
Lo leí cinco veces en una semana. Apenas llegaba de la escuela, buscaba un lugar junto a la ventana para re-vivir los sucesos que se paseaban frente a mis ojos. Mis familiares dijeron que me volvería loco. Aún creo que tuvieron razón.
Loco de gusto, fascinado por la historia de un niño cubano que dejaba a sus padres y a su país para vivir en Miami. Fascinado, sí, porque ese niño era yo, aquélla era mi vida. Éramos como dos pinos en medio de un robledal. Kike fue mi refugio, la mano que me sujetaba cuando iba a resbalar. 
Nunca más volví a tener el libro en mis manos luego de esa semana, pero regresé a México con él dentro del corazón. Desde entonces lo busqué sin éxito por mucho tiempo. Hasta que un día, veinticinco años después, gracias a una prima llena de luz que desenmarañó el camino que nos unía a Kike y a mí. El libro, mi libro, esperaba por mí en una librería de viejo de Nevada, Estados Unidos. Maravillosa Jessica, gracias por reunir a dos chicos desamparados, a dos viejos amigos que se miran a los ojos otra vez.
 
5. Salas de lectura. Alas de lectura

Nunca pensé tener una sala. La oportunidad me llegó de rebote, como si ésta buscara a otro y yo me hubiera atravesado por error. Para ese entonces hacía tiempo que había egresado de Letras y frecuentaba a gente comprometida con la escritura y la lectura desde trincheras periféricas. Escritores, pintores, narradores, personas comunes amantes de los libros, todos anónimos pero no inmóviles.
            Uno de ellos, Juan Carlos Berumen, director del Instituto Jerezano de la Juventud en ese entonces, me invitó a ser parte del PNSL un día que pasé por su oficina para plantearle un asunto cualquiera. Me extendió la copia de un cartel bastante feo donde se leían las bases para cursar el primer módulo del programa. Acepté enseguida como quien sabe que le espera algo bueno.
            Lo que me esperaba era fantástico. El primer módulo fue un sueño, fue aliento y detonación; fue arroyo, remanso, alas abiertas, libros abiertos. Fue todo lo que había deseado que fuera y más. Me encontré a mí mismo en los otros, ejército de mediadores vestidos de amas de casa, profesionistas, abuelos, padres, hijos: lectores. No se trataba de quién tenía más premios o había estudiado esto o aquello, se trataba de generosidad. No se trataba de escribir un poema o narrar ante un centenar de personas a la manera de quien se contenta sólo con plantar el árbol sin asegurarle el agua, se trataba de compromiso.
            Salí del curso ansioso por empezar, llenos los bolsillos de ideas y expectativas. Nombré a mi Sala Libro Corazón en honor a un cuento de Severino Salazar en el que un montón de chiquillos subían por tiempos a la cima de una carreta llena de tazole para leer historias sorprendentes. La instalé en el café de una amiga; las sesiones serían los martes a las seis de la tarde, pensadas para jóvenes y adultos. Durante tres semanas consecutivas nadie asistió; para la cuarta, una prima se dio una vuelta y me acompañó largo rato, seguramente conmovida por el espectáculo que ofrecía mi figura sentada ante una mesa vacía.
            Cerré la sala sin inaugurarla. ¿Adónde se habían ido el sueño, el remanso y el arroyo?
            Entonces un flautista desconocido tocó la flauta —¿fuiste tú, abuelo?—. Ignoro qué engranes se activaron para reunirnos a todos: un mediador sin sala, una amante del café que reiniciaba una aventura, un grupo de muchachos en busca de espacios de charla. Llegué al Santolíquido, un cafecito administrado por Lupita Cabrera, antigua amiga, y le solté la propuesta sin mucha esperanza. Como si hubiera estado allí esperando mi llegada, Lupita aceptó la idea con entusiasmo y me contó de unos tales Felipe, Ernesto y Daniel que le habían pedido permiso para reunirse a charlar de vez en cuando en su establecimiento.
            El primer encuentro se dio el sábado siguiente. Asistieron siete u ocho personas de las que, luego de algunas sesiones, quedaron los tres que arriba nombré. Con el tiempo se integraron Florencio, mi maestro en la preparatoria; Luis, el mesero del café; Aída, una maestra de música, y su esposo; Pepe, quien fuera uno de mis lectores más asiduos; Mary y su hijo; Monserrat y otros miembros que nos visitaban de vez en cuando.
            Como la sala comenzaba de nuevo, creí que sería bueno renombrarla. En una de las sesiones les pedí  a los muchachos que pensaran en un nombre; sin embargo, a pesar de que traje el tema a colación durante los siguientes encuentros, nunca nos decidimos, como si a ninguno de nosotros nos importara el nombre sino lo que las reuniones significaban. Pensé entonces en Caleidoscopio. El nombre cundió: eso éramos, imágenes distintas de una misma cosa; un libro, infinidad de lecturas.
            El ejercicio de la lectura nos ha cambiado sin que esta mudanza deba por fuerza ser la “gran” transformación. Han sido más bien pequeñas pero significantes variaciones: Ernesto, quien durante la primera sesión nos confesó que leía muy poco, se convirtió en ferviente lector; ya no asiste, pero sigue leyendo. Luis, chico tímido por naturaleza, se aventuró a dar sus opiniones entre tartamudeos y sonrojos. Felipe logró ganarle terreno al tiempo compartido con su novia para volver a la sala luego de algunos sábados ausente debido a la fiebre del amor; donde quiera que esté ahora espero que los libros lo acompañen. Yo me he vuelto un escucha, cosa difícil para alguien que buscaba siempre ser escuchado; un facilitador más que un dadivoso de la lectura. La sala, pues, me ha vuelto más humano.
El presente de Caleidoscopio son Mary, Osvaldo, Rubén y Alejandra: los boticarios. No sé si la sala que tengo es la que pensé tener al iniciar el diplomado, pero sé que es una buena sala. Una buena sala como lo son todas mientras en ellas se propicie la charla, la lectura y la camaradería. La nobleza de Salas de Lectura reside en la sencillez de sus normas, en la originalidad de cada grupo. Juntos, mediador y lectores, conforman el rostro que desean, el que mejor les acomoda; todos buscan, en la medida de sus posibilidades, desde su pequeño bastión, mejorar el mundo, hacerlo más amable. Es, si se me permite la comparación, conformar la Orden del Húmedo Caballero, preservar los textos, propiciar el diálogo aunque en apariencia no sirva de nada. Tañamos la flauta, llamemos, que alguien escucha.

Andrés Briseño Hernández

Jerez, Zacatecas, a 11 de agosto de 2019

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