Lo tenía prohibido: cantar los temas de amor que aprendía de la radio.

–Son canciones de viejas– le reñía su padre, y él se tragaba los versos atorados en la garganta para no ser castigado.

Cuando alimentaba a las vacas canturreaba corridos pendencieros y maldecía para que su padre se hinchara de orgullo. Pero camino a la escuela, montados sobre el burro, él y su hermana encendían su viejo radio portátil y coreaban en voz alta canciones subversivas llenas de amor, libres al fin, como si fueran pájaros que remontaran el vuelo.

Me estoy enamorando hoy de ti,
pero perdidamente,
yo que tanto decía que jamás
me volvería a pasar. 


Una sensación extraña crecía entonces en su pecho. No era sólo el gusto de contrariar las órdenes paternas, sino un sentimiento afanoso de libertad que el viento le llevaba a ráfagas y que él, como una epifanía, miraba trepar por la cabeza del burro y le llegaba a la cara.

                                                                               Andrés Briseño Hernández
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