i

éramos entonces dos chiquillos
que jugaban sobre el brocal de un pozo abierto

rodeábamos de la mano el abismo,
bajo el conjuro de no sé qué ángel de la guarda
ciego y reumático
a cuya protección nos abandonábamos:

más de una vez no avistó la piedra
o el arbusto espinoso;
con frecuencia llegó tarde a nuestras caídas

pero en el pozo, a la hora del juego,
evitó siempre el paso en falso,
el titubeo final de nuestra desgracia

ii

éramos, hermano,
nuestra misma cara frente a nosotros,
las camisas iguales y el remolino en el pelo
y una tristeza guardada en fotografías de escuela

(hermano: mutua carne,
formados en las mismas aguas,
en la oscilación sincrónica de las marejadas)

iii

fuiste drama de película mexicana
aferrado a las piernas paternas,
llorándole a un muerto que no estaba muerto,
pero que se iba irremisiblemente

¿yo qué fui, hermano,
cuando padre se marchaba?
caparazón duro y carne blanda,
incipiente crustáceo bajo las sábanas.

no lloré, es cierto, pero debí hacerlo para aligerar
en algo la carga que te echabas a los ojos

padre se marchó y tú
—no mamá, no yo—
fuiste quien terminó más solo,
tambaleándote en la cuerda de la tristeza
que se estiraba de azotea en azotea

iv

éramos, el uno, un caballo brioso y blanco;
el otro, un alazán que abrevaba en el silencio
galopábamos por las praderas interminables
de un patio de vecindad
donde nunca pude darte alcance

te veía grande, hermano,
poderosa bestia de crines blancas,
caudaloso río en el desierto

sin chistar te seguía aunque no quisiera,
eras el que nació primero y eso te daba
un tácito derecho de autoridad

mas al llegar la tarde
había un momento a solas conmigo
donde yo era rey del mundo
en el que podía embromarte si me daba la gana
o en el que de una carrera
te dejaba atrás, atrás,
resoplando de ira

yo no lloré aquel día, pensaba
y el alazán se erguía sobre dos patas

v

crecimos, hermano, como dos
varas equidistantes,
injertos inconcebibles que se alargaban a la vida

tomábamos rutas distintas camino a la secundaria,
huyendo uno del otro, afanados en la tarea de ser otro

decidimos sin consultarlo que tú serías el listo,
el niño serio de notas perfectas
y yo el buenazo, hacedor de chanzas y caricaturas

a ti se te agrió el gusto,
a mí se me diluyó el compromiso
¿por qué no eres como tu hermano?,
demandaban mis maestros,
inquirían tus amigos

y comenzamos a odiarnos por eso
cada vez más
en silencio

vi

crecimos erróneamente,
asemejándonos a quienes no queríamos

¿quién nos dijo que el camino era por
ahí
cuando era para el otro
lado?

juego de espejos fuimos
y nuestros brazos no nos alcanzaban para tocarnos

vii

¿recuerdas, querido mío, la mañana
en que te molí a patadas en la alameda?
¿o la madrugada de nuestros diecisiete años
que te recibió ebrio de copas y de malquerencias
y yo velé tu sueño y tú balbuciste que me querías?

pues te odié y te amé con las mismas fuerzas
sosteniéndome en el temblor de mis piernas
al vilo de un corazón lleno de congoja
y un nudo en la garganta y un llanto demorado
y un grito y una súplica y nada más
derrumbándome como piedras de monte
que chocan unas con otras
y su caída nunca termina
porque el eco habrá de repetirla
una vez y otra

viii

fuimos un mayo lejano
—¿o sería mejor decir alejado?—

ix

rompimos la duermevela con cuatro toques a la puerta,
un desconocido intentaba arrancarse la soñolencia con las manos;
nos llevó por un pasillo ni corto ni largo,
luego descendimos rodeados por el zumbido de las lámparas
el sótano se iluminó y vimos tres camas
la tuya junto a la mía.

eran las dos de la mañana, el desconocido
subió a buscar el sueño que había diseminado por la alfombra
quise decir estamos solos,
pero mi boca dijo es tarde, hermano, es tarde,
palabras perdidas en la convulsión de mis labios

esto es Calgary, respondiste sin mirarme;
tus ojos pequeñitos hurgaron las paredes
en busca de un clavo, una mancha,
una esquina despeltrada,
algo de dónde agarrarse para no decirme tengo miedo

x

salimos a la calle con ojos azorados,
temerosos los dos sin confesarlo
nos habíamos obstinado tanto en separarnos
que terminamos juntos a la orilla del mundo,
a mitad de una calle que se combaba a la par de los siempreverdes

debí proclamar allí, en Westover Drive,
a las ocho de la mañana,
que nada me faltaba en la tierra porque mi hermano
temblaba, hombro con hombro con mi espanto

xi

dicen que existe, hermano,
bajo las hojas apelmazadas
de un parque que desconoces,
un camino que se bifurca
y se reencuentra eternamente
si lo siguieras pasito a pie hasta el ocaso
encontrarías sobre la colina una banca
que debimos llenar de risas y charlas

pero nos gastamos la vida, dos años,
las horas extras en el trabajo,
los trescientos metros que recorrimos diariamente
envueltos en la ventisca,
castañeteando de frío,
despegándonos los párpados,
aferrándonos,
escapándonos,
buscándonos,
negándonos,
cuidándonos,
admirándonos

simulando malamente,
en una comedia patética,
que éramos redomas de diferente agua
nos bastó una despedida
—también era mayo—
para derrumbarnos de llanto
y amor y desamparo
un pasillo dolorosamente largo
nos puso frente a frente,
te quedabas y yo me iba
y no queríamos
y nos callábamos

hermano, el hombre al que más he amado,
compañero de mi vida,
besaste mi mejilla luego del abrazo,
nos dimos la espalda para llorar sin vernos,
para no quedarnos varados, huérfanos
o como sea que se diga cuando
la sangre
y el aire
y la vida
nos faltan

xii

a la orilla del año
cuando la nieve se desprenda y se precipite,
las oropéndolas escaparán de la tristeza;
cruzarán a parvadas campos verdes y amarillos
en busca de la rama que resguarde sus inviernos
el árbol que las sostendrá se yergue
a la entrada de una tienda de abarrotes
muy lejos de los abedules del norte donde
batieron sus alas en primavera

tú las verás, hermano, cuando salgas de casa
y escuches y busques y encuentres
un punto gris que se pierde en el otro gris de los nubarrones

¿sacudirás el brazo a la manera de los niños que fuimos,
que llenábamos de adioses el firmamento
para que allá arriba nos vieran los viajantes
y sonrieran?
¿guardará tu corazón, hermano mío,
una esperanza rutilante de que sea yo quien asome
la cara por la ventanilla, agite la mano y diga
heme aquí, fraterno camarada?

vientos apacibles mecen las ramas del sauce,
la oropéndola remueve sus alas
mientras un hombre,
desde la misma calle de tu infancia
te grita: ¡hermano, un corazón nos basta!,
con la ilusión de que el ave retome el vuelo
y te lleve mis ojos y mis besos,
ahora que hay luz todavía,
caminos,
aliento,
una esperanza.


Andrés Briseño Hernández
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