A veces
—pero sólo a veces—
miro por la ventana
y encuentro mi propia calavera
del otro lado.

Indaga sin prisas,
observándome con sus
dos orificios inanimados.
Le llamo por su nombre
y no me responde.

Quisiera gritarle:
a la chingada, extraño;
pero el yo del otro lado
de la ventana
es más yo
que el de este lado.

Me pela los dientes,
algo dice apenas en un murmullo.

Quizá esté triste por mí que,
desde mi cuarto,
sonrío y canto y bailo,
pero al llegar la noche
arrojo los zapatos,
lavo los trastes,
escribo esto
y me desmorono.

No sé cuál está más vivo
de los dos
—la verdad es que lo sé,
pero le juego al tonto:
el de la ventana,
con su muerte,
glorifica la vida;
yo,
con mi vida a medias,
engrandezco el vacío.

La calavera de enfrente
me sonríe
con su dentadura amarilla,
se llena de aliento,
le brotan flores y mariposas.

Me guiñe su no-ojo,
se pasa la mano huesuda
por la calva
y se larga a vivir la vida.

El rostro de este lado se desgaja,
aprieta las mandíbulas,
y entona una canción
o cuenta un chiste
o se carcajea para que
lo escuchen los vecinos,
sin atreverse a cruzar la ventana
para seguir a su cadáver
que va silbando
montado en una bicicleta.


Andrés Briseño Hernández
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