Ante esa abrumadora inmensidad de posibilidades que ofrece una hoja en blanco, inmensidad que sólo se asemeja a un recién nacido frente a un ocho recostado, así puede uno imaginar al escritor, a ese que lo es de tiempo completo; al que va devorando el mundo en todo momento y en cada espacio que habita, con las fauces de todos sus sentidos, para después regurgitarlo a través de los dedos y el bolígrafo; con sus yemas y las teclas. Y cuando digo todos sus sentidos no me limito a cinco, sino a todos, a esos todos que sólo son contables allá, en ese ocho ante el que se encuentra el recién nacido, allá en el infinito. No conozco a Andrés Briseño Hernández, lo confieso para tranquilizar mi conciencia.
Pero ahora he leído un trozo de su diégesis, para decirlo en términos técnicos; un poco de su obra literaria, para decirlo en términos convencionales; un pedazo de la ficción que nos comparte en sus Cuentos de febrero en marzo, ficción que se aferra a semejar tanto a lo real que constantemente está abrumando a la realidad misma. Ahora conozco y reconozco a Felipe, a Rutilio, a Patrick a Bernabé, a Adelaida, a Ángela, a Pachito, al huichol; al Chumys, al Chepe a la Rana, a la Cotorra. Conozco a Santos Carrillo, a Manuel Urbina, a Miguel Arroyo, a Senorina, a Silvestre; al Pichojo, al enfadoso de Roberto y, tristemente, al Mochito. Y a todos los personajes que haya omitido sin mala intención y quienes también forman parte importante de cada una de las narraciones que componen este libro: La cueva de los monigotes, Taquería el Chumys Sporting Club, Apuntes sobre la raíz de la discordia y sus tres capítulos, así como ¿Te acuerdas de Mochito?
Hice mención de los personajes así amalgamados sin importar que no pertenezcan a la misma historia; no todos viven ni comparten las mismas coordenadas: pertenecen a tiempos y espacios bien distintos. Briseño se mueve de espacios rurales y campiranos, como son los casos del primer y tercer cuentos, que evocan un Rulfo vivo en muchos de nosotros; hasta los barrios en que rifa la raza brava y el futbol llanero, que parecen traer reminiscencias de un Nacho Betancourt y su De cómo Guadalupe bajó la montaña y todo lo demás, para llegar hasta el barullo hipnótico de las urbes y sus centros comerciales y los incómodos encuentros con el pasado. Los personajes parecen no reflejar gran profundidad psicológica, pero sí, en cambio, el peso incesante de lo cotidiano, de la microhistoria, de lo que para muchos pasaría desapercibido, pero que acá, afuera de la ficción se llama vida. Y que no deja de hacer guiños evidentes a temas tan profundos como la mentira constante, la infidelidad, la homosexualidad y hasta la zoofilia
Qué difícil, pero gratificante tarea, debe ser esa de representar el mundo en la escritura: imaginar los espacios y sus costumbres; las temporalidades y sus códigos de convivencia y apostar por el quehacer literario, por la historia breve y cotidiana, apostarle al cuento y sus bondades para que lo fugitivo permanezca. Así se presenta Briseño ante esos ojos cliché de mi imaginación. Un Briseño Hernández de Jerez Zacatecas con el peso costumbrista heredado por la realidad pueblerina ineludible (dicho esto sin el mínimo afán peyorativo); bajo esa pesada sombra del poeta que tuvo en tierra adentro una novia muy pobre, de ojos inusitados de sulfato de cobre; el peso de un Severino Salazar de ahí cerquita, de mero Tepetongo. El peso de ir contra esa máxima salomónica de que no hay nada nuevo bajo el sol, y aun así lanzarse al abismo de la hoja desértica y en ella construir y reconstruir varios mundos posibles, sin el inoportuno lastre de la veracidad, porque el cuento y la literatura pueden prescindir de ella, aunque coqueteen deliberadamente, como ya decíamos más arriba, con la irónica y a veces dolorosa realidad.
Va entonces el escritor Briseño con la espada de André Gide, esa que reza que ya todo está dicho, pero como nadie escucha, es necesario volver a decirlo, y enfrentarnos a las posibilidades infinitas de la hoja en blanco una y otra vez hasta el fin de los tiempos.


Samuel R. Escobar
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