A mi abuelo

Pedro Hernández murió una tarde de noviembre y con él se fueron apagando poco a poco todas las cosas que pendían del hilo de su palabra.

Sarabia, su pueblo, se hizo pequeñito pequeñito, como si pudiera esconderse en la palma de la mano.

“Ya se murió el rey del barrio de abajo”, comentó el Pocho entre la romería que avanzaba tras el féretro.

Y era cierto: el barrio de abajo, el rancho entero, perdía a un trovador nato que anduvo el camino derramando historias y chistes como quien lanza alpiste a las palomas.

Tras cada puño de tierra una palabra se oscurecía; un sueño, un deseo remoto de libertad ahogaba su voz quizá para siempre.

Pero no fue para siempre.

Al regreso del sepelio, una voz más clara, salida de la potencia de los corazones acongojados que bajaban la cuesta, exclamó el sortilegio:

–Como dijo Pedro Hernández…

Y un vendaval oculto en cada pecho, en cada boca apretada, soltó un torrente de díceres y cuentos pronunciados alguna vez por el patriarca, que se esparció por las laderas y los corrales, entró a las cocinas y anegó los barbechos.

Allí estuvo, flotando toda la noche sobre Sarabia como un enjambre de luciérnagas trasnochadas.

Andrés Briseño Hernández


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