“A veinte minutos de Jerez está Parral de las Huertas. Allí, de la mesa de piedra que custodia el rancho, las brujas salen volando para chupar a las criaturas”. Así le contaba el anciano a su nieto mientras bajaban por la espina dorsal de la Sierra de los Cardos. “Ya la verás, hijo, apenas salgamos de la curva de los encinos cuates, la mesa, igualita que un altar enorme”.

El muchacho pensaba que su abuelo mentía, pues su historia, contada siempre allí, entre la bruma nocturna que ascendía el abismo, cada vez era distinta: “Yo las vi cuando era niño y bajábamos a Jerez a vender leña”… “A tu bisabuelo le aruñaron la cara; por eso tenía la cicatriz”… “A Cayetano se lo llevaron por el arroyo para ofrecérselo al brujo mayor, un hombre tuerto de gorra colorada”.

Como sea, siempre disfrutó de la capacidad de su abuelo para inventar historias de cada rancho de Jerez que visitaban para vender verduras, frutas y pan dulce. Será por eso que después de la muerte del viejo le dio por regresar a los lugares que recorrieron juntos, llenarse los botines del mismo polvo del que se habían llenado antes los zapatos de trabajo de su abuelo. Por eso volvió a Parral de las Huertas.

Muchas horas antes había abierto el portón de la casa familiar y sin necesidad de luz alguna había recorrido el zaguán polvoriento hasta llegar al taller donde lo esperaban las llaves de la camioneta. Minutos después dos lineas de luz atravesaban un campo oscuro moteado de luciérnagas. Apenas podían adivinarse los riscos, las piedras amontonadas de esa costilla incipiente de la sierra madre occidental: los Cardos.

Con el amanecer cruzó la primera ranchería, Palmas altas, un plan en la cima de una loma desde donde podían verse los barbechos y caseríos de adobe desperdigados y solos. Luego visitó San Antonio y Ordoñez; por la tarde, en el Yeje, se entretuvo platicando con los hombres que encontró a su paso. Recordó con ellos la vida de su abuelo y rieron juntos de las muchas ocurrencias del viejo. Pero el rostro les cambió visiblemente cuando el muchacho les confesó su deseo de llegar a Parral de las Huertas. Los campesinos se miraron unos a otros y luego escrutaron el horizonte como calculando cuánto tiempo de luz le quedaba al día. Tal acción le causó una molestia que apenas pudo reprimir. Le parecía risible que la gente aún creyera en historias de hechicería y aparecidos. A él le gustaban, era verdad, pero sólo como relatos ficticios para amenizar noches a la luz de una hoguera, nada más.

Era ya de noche cuando arribó a Parral de las huertas, mucho más tarde de la hora planeada para su regreso a casa, pero no quiso perder la oportunidad de tomarse una cerveza en una tiendita donde aún había parranda. Con excepción de la tienda, el resto del rancho parecía muerto, envuelto en la luz difusa de lámparas distribuidas aquí y allá en los postes de energía eléctrica. Desde que bajó de su camioneta sintió, sin embargo, que lo observaban desde las sombras de las ventanas oscuras. A cada paso que resonaba en el callejón, un bisbiseo, el rechinar de una puerta que se entornaba, el rozar de los dedos entre las cortinas.

En el umbral, cegado momentáneamente por la luz que salía del recinto, el muchacho se sacudió el absurdo miedo que lo había invadido. Al entrar le pareció curioso haberse encandilado cuando adentro sólo un aparato de petróleo iluminaba apenas la habitación.

—Buenas noches— saludó a los contertulianos.

Ninguno volteó siquiera a mirarlo, embebidos en la platica y las carcajadas. Alcanzó a ver a tres hombres que jugaban dominó, otros tres o cuatro bebían las cervezas que una mujer les pasaba de la hielera. Conforme se habituó a la poca claridad fue capaz de obtener una imagen más completa del lugar: había tres mesas de hojalata, gastadas, con el logo de Carta Blanca apenas visible; bancos largos de madera, un mostrador seboso y viejo; sobre él un exhibidor de botanas. Y al fondo, tras una cortina sucia, se alcanzaba a ver un cazo de cobre en el que se cocinaba algo.

—Una Victoria, por favor.

La mujer lo miró un rato antes de contestar secamente: —Sólo tenemos Corona.

—Una Corona, entonces— los hombres abandonaron la plática y pusieron el rostro serio.

—Están al tiempo— volvió a hablar la mujer.

El muchacho la miró retador, sin moverse. La mujer pareció sonreír con enfado y le acercó la cerveza.

—¿Se la va a tomar aquí? —le preguntó la tendera cuando lo vio sentarse en uno de los bancos.

—Sí —los hombres lo observaron con ojos fijos.

—Son casi las once.

—No llevo prisa.

—A estas horas suceden cosas —habló de pronto un ranchero desde un rincón —¿No tiene miedo?

—Si lo dice por las brujas, son puros cuentos.

El desconocido esbozó una sonrisa burlona y se levantó. Usaba un sombrero sucio y extraño, de un color cobrizo, que le ocultaba el rostro. La mujer los miraba extasiada.

—Entonces no tendrá inconveniente en cruzar el rancho por el arroyo.

La propuesta le pareció absurda. A fin de cuentas, ni siquiera conocía a esas personas. Pero las risillas de los otros y la voz socarrona de aquel tipo lo hicieron aceptar, no estaba dispuesto a sucumbir ante supercherías. Apuró la cerveza y salió al frío de la noche; antes de encaminarse al arroyo sacó su chamarra de la camioneta. Sin saber por qué, tomó también el rosario que colgaba del retrovisor.

El reto era llegar a la otra orilla sin lámpara, solo, sucediera lo que sucediera. El agua fluía incesante. La vereda se dibujaba apenas esa noche sin luna. De la mesa bajaban ráfagas heladas y filosas. Y al frente sombras, de piedras, de gatuños. Sombras que de repente comenzaron a moverse no con el viento sino por sí mismas como trapos que se le enredaban en las piernas. Los chiflidos se soltaron a la par de una lluvia de piedras y carcajadas. El muchacho intentó avistar entre los jarales a los bromistas de la tienda, pero sólo encontró decenas de ojos ardientes, ojos de bestias acechantes. Cuando intentó ganar la otra orilla del arroyo, tropezó con un bulto y cayó sobre otros. Eran niños, cuerpos de niños. Aterrorizado se levantó apresuradamente y miró el horizonte. Bolas de lumbre cruzaban la serranía. “Reza, se decía, reza”, mientras corría a la camioneta.

Al llegar a la tienda se paralizó. Muchas mujeres de ojos ardientes lo esperaban. Tembló. Tras ellas, dentro de la tienda, los hombres lo miraban, pero no eran hombres: sus ojos infantiles y asustados brillaban con la luz de las bolas de lumbre que bajaban para reunirse con las otras mujeres. De la nada apareció el ranchero del sombrero rojizo que lo miró con su único ojo mientras le arañaba el rostro con las uñas. A su risa se unieron las risas de las mujeres que lentamente se elevaron hasta llegar a la mesa. El muchacho cerró los ojos, apretó el rosario y todo acabó.

Desde aquella noche lleva como recordatorio una cicatriz.


 Andrés Briseño Hernández
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