1. Protocolo para un funeral

El señor R estaba encantado con el funeral de aquel empresario: el protocolo, la ceremonia en la catedral, el llanto derramado, los cientos de arreglos florales y las coronas, la cantidad de gente poderosa que había asistido.
Ahí estaba el ataúd, hecho con las más finas maderas, cubierto por la bandera nacional. Los honores que le rindieron como si fuera un prócer de la patria le parecieron encantadores.
El señor R llegó a su departamento con una sola idea en la cabeza: su muerte debería ser como la de aquel empresario ¿Para qué ser enterrado de otro modo? ¿Cómo no sucumbir ante la majestuosidad de ese funeral?
Sin pensarlo mucho tomó papel y lápiz y escribió su última voluntad. En ella no faltó nada, dispuso todo meticulosamente, desde su embalsamiento hasta el recorrido del cortejo fúnebre por las principales calles de la ciudad; desde las orquídeas en su féretro hasta el número de lágrimas de sus deudos.
Después tomó el revólver y se voló los sesos de un tiro. La carta con su voluntad póstuma aguardaba sobre la mesa su cumplimiento cabal.
Pero nadie leyó la carta. Nadie siquiera se dio cuenta de la muerte del señor R. Fue hasta tres meses después, cuando el cadáver no era más que un desecho putrefacto, que el olor delató el acontecimiento.
Llegaron las autoridades y los forenses, hicieron su trabajo y se fueron. Pero nadie reparó en la carta que siguió en la mesa sin abrirse.
El señor R fue enterrado en la fosa común, sin pompa ni elegancia. Sólo mereció una nota en la sección policíaca de un diario.

* * *

En su residencia de verano cerca de la playa, un poderoso político leía con atención la noticia. Le parecía fascinante –quizá heroica- la muerte de un tal señor R en la soledad de su departamento, sin testigos, sin lloriqueos hipócritas, sin falsos delirios de grandeza. ¡Qué admirable señor R! Quitarse la vida para convertirse en un muerto abandonado al improvisado hallazgo.
Así debería ser su muerte, lejos de todos esos protocolos que lo tenían hastiado. Definitivamente no podía ser de otro modo –pensó- mientras su mirada se dirigía con anhelo al cajón de su escritorio.
Ahí estaba el arma, atrayente, generosa, liberadora…


II. El tatuaje

El muchacho miró su hombro derecho con satisfacción. Aún sentía dolor, pero lo veía como el precio justo por el tatuaje que ahora ostentaba. Observó el diseño, imborrable, eterno, y se sintió orgulloso. Pasarían los días y las personas; sin importar lo que pasara, llevaría grabada esa nueva parte de su cuerpo. Conocería el amor y lo perdería, se irían los amigos y los años. Pero él, hasta su muerte, llevaría en su sangre la tinta china. El tatuaje, imperturbable, seguiría ahí.
Por su parte, el tatuaje dejó escapar un sollozo de lágrimas negras que recorrió sus propios trazos. Con una tristeza inmensa se vio adherido a una piel efímera como un suspiro que lo abandonaría en la muerte. Y él, separándose de la carne podrida, del lodo, de la madera que muere, recorrería la tierra como un vagabundo, completamente solo, en una condena eterna.



III. El asalto perfecto

Fue un asalto perfecto. Sin complicaciones. Los asaltantes llegaron por el túnel, entraron a la bóveda, abierta minutos antes por un cajero cómplice del robo, la vaciaron y se fueron.
Ni un solo disparo, ni un solo grito. El circuito cerrado falló; la alarma no sonaría, ése era el trato.
Horas después, lejos de ahí, un grupo de hombres se repartía el botín.
Fue muy fácil, dijo uno, demasiado fácil. Los otros no contestaron, absortos en la contemplación de sus planes futuros.
Muy fácil, dijo ahora para sí, con un sabor a disgusto, a incredulidad. ¿Y la adrenalina? ¿Y el miedo? ¿Dónde estaban el dolor del un disparo, la impresión de la propia sangre que salta, que sale del cuerpo?
Es que fue tan fácil, tan no robo.
Los otros festejaban, aventaban billetes al aire.
¡Es que no puede ser tan fácil!, dijo el grito, ¡Qué no se dan cuenta!
Los otros no alcanzaron a reaccionar, cayeron con una sonrisa eterna.
Con el arma aún humeante, el hombre tomó el teléfono; habló despacio para que se entendiera todo lo que se tenía que decir. Luego metió el dinero en una maleta y esperó.
Una hora y doce minutos después escuchó las sirenas. Salió de la casa, apretada la valija, empuñada el arma.
Desobedeció la orden de alto, enfiló hacia la camioneta. La orden volvió a escucharse; sus piernas no se detuvieron.
Antes de abrir la puerta se desplomó acribillado, con los dientes apretados para que el dolor no se fuera.
Ahora sí es un asalto perfecto, dijo, con la mirada fija en los billetes que lucían tan lógicos, tan perfectos, revueltos con sangre y tierra.



IV. Piel en blanco. Sueño en blanco.

Él tiene sueños que lo atormentan, que lo buscan incluso durante la vigilia. Su compañero, callado pero siempre presente, lo mira de reojo desde la cama.
—¿Vienes?— le pregunta rompiendo el silencio.
—Había un arma en el escritorio— contesta él. Luego cierra los ojos que lo regresan a una cabaña en las afuera de una ciudad que no conoce.
Su compañero se levanta de la cama. Camina hacia la ventana, donde él sigue sin abrir los ojos y lo abraza por la espalda.
—Los conoces, a los hombres en tus sueños?
Él abre los ojos llenos aún de imágenes difusas pero indudablemente tangibles, pegajosas, exudadas, inhaladas luego. Todos los hombres, siempre, carecen de rostro, esconden sus rasgos tras voces vivas que se empujan unas a otras.
—Hay flores blancas, sangre esparcida en cuerpos inertes, hojas garrapateadas, ataúdes vacíos, miembros marcados de líquidos viscosos, corrosivos. Una mezcla de imágenes y palabras es lo que sobrevive después del sueño.
—Te quiero conmigo— dice a media voz el muchacho- no inmerso en tus sueños.
Él suspira. Su mirada se detiene en los ojos del otro, pero no los ve, ve sus sueños.
—No puedo. No mientras no pueda explicarme lo que me llena la cabeza.
El muchacho lo toma de la mano. Lo lleva a su espacio preferido en la casa: su taller.
—No lo expliques— le dice tendiéndole la aguja- dibújalo.
El muchacho se sienta. Se quita la camisa para descubrir su brazo derecho. Él entonces comienza a tatuar lo que no puede ver, lo que sueña y se le va de las manos cuando intenta hacerlo palabras. De su aguja salen el asalto, la muerte insospechada del señor R, el funeral y sus flores, el botín y sus muertos. Algo profundo y secreto por fin se libera, se esparce en tinta china que forma cartas póstumas, armas liberadoras para muertes inconclusas.
—Te amo— dice el muchacho mientras mira su hombro derecho con satisfacción. Aún siente dolor, pero lo ve como el precio justo por el tatuaje que ahora ostenta. Observa el diseño, imborrable, eterno, y se siente orgulloso.
Él, por su parte deja escapar de su aguja un sollozo de lágrimas negras que recorre sus propios trazos. Se ve así mismo como el tatuaje que, a partir de ahora, recorrerá la tierra como un vagabundo, completamente solo, en una condena eterna.


Andrés Briseño Hernández
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