Ah, qué perrito travieso,
no me escucha o se hace el loco.
Cuando le grito: "¡Pochoclo,
mi zapato no es un hueso!”,
lo huele con embeleso,
le clava el diente aferrado
y lo deja masticado
del talón hasta la suela.
¿Cómo me voy a la escuela?
Mejor me quedo acostado.

El Pochoclo es un mestizo
nacido en buena camada.
El pobre no escucha nada
porque el cielo así lo quiso,
pero no salió enfermizo,
es alegre y tragaldabas:
igual se come unas habas
que dos kilos de carnaza;
y si se mete a la casa
nos llena todo de babas.

Si lo llevamos al rancho
no cabe de la alegría,
corretea todo el día
a lo largo y a lo ancho.
Nos arma tal zafarrancho
de aquí hasta el otro confín.
Parece no tener fin
toda su fuerza perruna;
de un salto llegó a la luna,
cual si usara un trampolín.

Si preparamos su baño
no sabe donde esconderse,
es mejor para él perderse
y volver hasta el otro año.
A juzgar por su tamaño
no es grande ni chicampeón;
no es peludo ni pelón,
es blanco y de manchas negras.
Cuando te mira te alegras,
pues es puro corazón.


Andrés Briseño Hernández 
















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