Visitaba la cantina por una sola razón: uno de los clientes asiduos tenía el don de poner los apodos “mejor ponidos” de toda la ciudad.
     Se había hecho su amigo y nada disfrutaba más que escucharlo renombrar a cuanto individuo entraba al local. La facilidad con que el hombre encontraba semejanzas o referencias entre una persona y un animal u objeto le parecía extraordinaria.
     Una noche el de los apodos se despidió temprano.
–Nos vemos, mi estimado, me está esperando el menudo.
     –¿Quién?– preguntó el otro, intrigado porque nunca había escuchado hablar de tal persona.
     –Así le digo a mi vieja– respondió sin dar mayores explicaciones.
     El otro pasó la noche en vela: por primera vez no había encontrado la relación entre la persona y la cosa. A la tarde siguiente se le acercó al hombre con ansiedad.
–¿Y por qué le dice menudo a su esposa, si se puede saber?
     –Pos fácil, ¿no recuerda que alguna vez le conté que mi mujer tiene una pata de palo?
     –Pero, ¿eso qué tiene que ver?– preguntó el otro más confundido.
–Mucho: cuando regreso romanticón a la casa le preguntó: ¿Qué, vieja, nos lo echamos con pata o sin pata?


                                                                                                                   Andrés Briseño Hernández
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