el álamo grande imageel álamo grande imageel álamo grande image
—Amarra el burro y traite el hacha— me dijo mi apá. Yo no le contesté, tenía las quijadas bien trabadas de puro miedo.
 Eran como las doce de la noche. Mi apá siempre escogía esa hora pa ir por leña, pues no quería que el sol le quemara como lumbre en la espalda. 
Pero no era por eso, la verdá mi apá siempre fue muy flojo, nunca quería trabajar y si lo hacía, lo hacía reniega y reniega; por eso escogía la noche, pa robarse la leña de su compadre Margarito, por eso lo hacía y nada más.
—Ya le dije que no tenga argolla, mijo. Nomás vamos a ir atrasito del álamo grande— dijo mi apá pa que no tuviera miedo— Ese condenado de Margarito ya escondió la leña y ni modo, habrá que traerla del cerro.
—¿Y si nos pasa algo, apá?
—Ya le dije que no. Esas bolas de lumbre que dicen todos que divisan por aquí, pa mí que son puro cuento.
Mi apá no creía en nada, pero yo sí: también yo había visto las bolas de lumbre. En las noches de tormenta en que no podía dormir, miraba por la ventana pa allá, para los cerros, y las veía bailar, alumbrando las laderas; pero no le dije nada a mi apá, pa que no me regañara por rajón.
La noche era como la boca del lobo: negra como un cuervo de esos que se comían el maíz de la troje de atrás de la casa. Sólo a veces la luz de los relámpagos dejaba ver los güizaches con sus ramales caidos que parecían brazos de ánimas lamentándose y achicharrándose en el merito infierno.
De pronto, mi apá se frenó de golpe.
—Agáchate y escóndete— me ordenó.
Él se había quedado atrás de un árbol, todo su cuerpo temblaba y su piel se le había puesto chinita como de gallina. Miré a donde mi apá había clavado sus ojos, era el álamo grande. Pero lo pior era lo que había en él: bolas y bolas de lumbre danzando a su alrededor, cantando cosas que no entendía.
Luego de un rato dejaron de dar vueltas. Se arrejuntaron al álamo y empezaron a tomar forma de mujer. A muchas las reconocí, del rancho y de otros cercanos. Pero aunque sabía quienes eran, se veían distinto. Estaban retefeas, viejas, con unas uñas como rozaderas y con ojos de gato.
Entonces mi apá se levantó de su escondite. Yo quería detenerlo, pero el miedo no me dejaba mover ni un dedo, me tenía aplastado contra el suelo y el zacatal. Las brujas lo miraron y sus ojos se pusieron rojos como brasas, sacaron chicas lenguas y se le dejaron ir a mi apá aventando espumarajos por la boca y sin tocar el suelo. Yo pensé que matarían a mi apá, pero él dio un salto para que no lo agarraran y de su morral sacó el crucifijo que le había regalado mi mamá y eso fue o que lo salvó pues las brujas se arrendaron tapándose los ojos.
—Vete y llévate eso— gritó la bruja más grande y fea que lo miraba con mucho coraje.
—No me voy hasta que no me hagan un quehacer— les respondió mi apá a las brujas que le gruñían como si fueran perros.
Las brujas se voltiaron a ver y echando carcajadas horribles le dijieron que sí.
—Quiero ser libre— les pidió mi apá— Ya no quiero trabajar, quiero estar sin que nadie me moleste.
—Ta güeno, José María— dijieron las brujas, y empezaron a repetir cosas muy feas y a maldecir como haciendo conjuros.
De pronto un trueno horrible cayó juntó a mi apá, y una lluvia bien tupida empezó a caer. Era un tormentón del demonio que hacía tremendos arroyotes cargados de agua, lodo, árboles y animales. Yo trataba de sujetarme al árbol donde estaba escondido, pero no pude, quedé todo soreco por el trueno, se me nubló la vista y ya no supe más.
Vine despertando en mi casa. Mi madre y las señoras del pueblo daban gracias a Dios de que a mí no me hubiera llevado el río como a mi apá.  Yo no dije nada.
Días después, cuando ya no tenía las dolencias, fui al álamo grande. No había ni rastros del rayo que le cayó a mi apá.  
Voltié y vi el álamo, de sus ramas colgaban el sombrero y el morral de mi apá, y el murmullo del viento que chocaba con las hojas del álamo decía con voz suave, pero muy triste: José María.
Yo no le dije a nadie eso, ¿pa qué?, si fue el deseo de mi apá, por fin era libre, ya no tenía ningún quehacer y nadie lo molestaría. Se había convertido en el álamo... en el álamo grande.

                                                                                     

                                                                                                                             Andrés Briseño Hernández
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