Entrañables lectores: refiéroles este ramillete de anécdotas que me confesaron o escuché por metiche en una de tantas esquinas que tiene la vida.
Como me las contaron se las endoso... más o menos.


El billete

Vivió en el rancho una señora que solía vender sus favores por cinco pesos. Todo aquél interesado en una noche de amor debía pagar por adelantado; las citas se concertaban siempre para la noche en un arroyo solitario.

Uno de los muchachos del rancho, sin un centavo encima, deseaba encontrase con la señora. Para lograrlo, recortó un billete que aparecía en los libros de texto de primaria; luego rayó con lápiz el otro lado del recorte con el fin de darle la textura de un billete viejo real.

La noche del encuentro, el muchacho le entregó el billete a su compañera quien, por la oscuridad del arroyo y las prisas del momento, se lo metió en el delantal sin notar el engaño.

Por muchos días, cada que la timada avistaba al timador, se escuchó su reclamo de loma a loma:

– ¡Cabrón, me hiciste pendeja!



La boda

Rita quería casarse en Jerez y no en el rancho como todas. La decisión no le agradó para nada a su madre quien, aferrada a las ideas inculcadas desde su infancia, demandaba que la fiesta de una novia pedida debía ser en su casa.

Al final valieron más sus exigencias: la boda se realizaría en Sarabia y no en el Club de Leones de Jerez, donde se pensó en un principio.

A pocos días del enlace, una vecina acudió a preguntar dónde, por fin, se efectuaría el casorio. La madre, que aún no salía del enojo, contestó:

–Aquí, pero querían que fuera en el culo de los leones.



El zapato

Pocas veces mi abuela aceptaba una invitación de sus hermanos. Esa tarde, por el contrario, accedió a acompañarlos a Palmas Altas a una fiesta.

Sin embargo, mientras se cambiaba de ropa, se dio cuenta de que le faltaba uno de sus zapatos de salir. Contrariada porque estaba segura que lo había dejado junto con el otro en el lugar de siempre, mi abuela lo buscó y rebuscó hasta el último de los rincones de la casa.

Luego de casi una hora de búsqueda infructuosa, no tuvo más remedio que pedirles a sus hermanos que partieran sin ella.

Esa noche, a la hora de acostarse, dio con el dichoso zapato: estaba sobre la cama, bien cobijado con una toalla, justo donde lo había dejado mi madre después de jugar con él a las muñecas.


El diablo

Josito y Pola vieron al diablo un día por la mañana. Los había despertado un ruido fuerte de pisadas sobre la azotea y, a pesar del miedo, salieron a la puerta a ver quién se había trepado a su casa.

Lo que miraron los dejó sin aliento: sobre el suelo se distinguía claramente la sombra de una cabeza adornada con lo que parecía un par de grandes cuernos.

Cerraron la puerta apresuradamente y se metieron bajo las cobijas; allí recitaron cuanta oración llegó a su cabeza.

Por varias horas escucharon al diablo pisotear, resoplar, ir y venir a toda carrera; también lo escucharon, no sin extrañeza, rebuznar con fuerza de vez en cuando.

     El supuesto diablo era un burro que los muchachos maloras del rancho habían subido a su azotea la noche anterio
r.


Simona

Las muchachas de Santa Rosa estaban cordialmente invitadas a un bautismo en un rancho cercano. Como no podían ir solas por su calidad de señoritas decentes, sus padres les demandaron una acompañante honorable.

Una de las chicas invitó a Simona que, si bien era soltera, sus treinta y tantos años de edad y su recato comprobado la convertían en una excelente chaperona.

–Si va Simona, sí– aceptaron complacidos los progenitores de la joven.

Las demás muchachas del rancho hicieron lo mismo: “Simona va a ir”, “Me va a acompañar Simona”, “Iré con Simona”, dijeron de casa en casa. Todas obtuvieron el permiso.

El día de la fiesta, las jóvenes se portaron a la altura y todo transcurrió sin incidentes hasta que llegó la hora de regresar a Santa Rosa.

– ¿Y Simona, dónde está Simona?– se preguntaron al notar su ausencia.

     Hacía rato ya que Simona se había ido juida con el novio.



Andrés Briseño Hernández
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