¿Cómo decirle adiós a un pueblo que amas tanto sin dejar el corazón en prenda? ¿De qué manera tomar mis libros, mis lápices y marcadores, meterlos en la mochila y cerrar por última vez la puerta de la escuela que he abierto día tras día por nueve años, sin sentir que en cada rincón se queda un pedacito de mi vida?

No se puede. Me resulta imposible alejarme sin que esta despedida sea tan dura y tan triste y tan amarga. Silvina Ocampo, poeta argentina, dice en uno de sus poemas: “Soy todos los lugares que en mi vida he amado”; si eso es cierto, entonces puedo decir que entre las muchas cosas que pudiera ser, también soy Susticacán.

Soy Susticacán porque aprendí a querer este pedazo del mundo, a sentirlo como propio, de la misma manera en que he ido queriendo y atesorando el recuerdo de cada alumno y alumna que ha pasado por este Telebachillerato Comunitario. Es curioso: como maestro uno se va llenando el corazón de hijos e hijas y quisiera abarcarlos a todos con fuerza para que no se fueran, pero también quisiera que se trazaran rumbos nuevos y volaran con ímpetu propio.

No sé si en estos nueve años logré ser un buen maestro para ustedes y para tantos y tantas que les precedieron, pero créanme que todos los días lo intenté. Un buen maestro no sólo por el dominio de mis materias, sino uno de esos buenos maestros que saben escuchar y tienen una palabra de aliento para sus alumnos, uno de esos maestros y maestras que uno recuerda porque sus palabras y sus acciones fueron una covachita cuando tuvimos miedo o necesitamos de comprensión y cariño. Si alguna vez no lo fui, si hubo un solo momento es que fui para ustedes un muro, un campo vacío, la razón por la que desearan dejar la escuela, les ofrezco la más sentida de las disculpas.

Si me lo preguntan, no guardo otro deseo de mi vida como maestro que no sea que al paso de los años, en alguno de los muchos recodos del destino, nos crucemos y los vea a los ojos y encuentre un poquito de cariño, un poquito de agradecimiento y que pueda escucharles decir a sus hijos: “Ese viejito barbón fue mi maestro” y que su boca esté llena de mieles y no de resentimiento.

Queridos estudiantes, mis hijos, mis crías: si algún consejo puedo darles este mañana —uno que valga la pena— es que vivan intensamente, con valentía y plena confianza en ustedes mismos; pregunten, tengan dudas, sean curiosos y rebeldes; busquen el bien y la felicidad sin que esa búsqueda signifique el mal y la tristeza de su prójimo. Sea cual sea el camino que tomen a partir de hoy —la universidad, un trabajo, un oficio— amen, respeten y cuiden a los suyos, a su propia vida, pero también amen, respeten y cuiden a los otros; sólo en la colaboración, la solidaridad y la tolerancia encontrarán el camino para vivir en armonía.

El mundo los necesita empáticos, comprometidos, amorosos y valientes, hombres y mujeres libres y de buenas costumbres. Nunca, pero de veras nunca, permitan que les digan que no valen por lo que son o por lo que piensan; nunca agachen la cabeza, pero tampoco sean ustedes el brazo que no deje que las cabezas de los otros se levanten.

Cuando era niño, al abrir un libro, encontré en un separador una frase que me marcó la vida: “Derrama flores por donde quiera que vayas, porque no volverás a pasar por el mismo lugar”. Bajo esa premisa he intentado vivir desde entonces. Ahora les pido que derramen sus flores cada vez que puedan, sean jardines en el corazón de los que se crucen en su camino. No esperen al día siguiente, a la vuelta del camino; la vida no siempre nos da segundas oportunidades para hacerlo.

Ustedes saben cuánto los quiero. Muchas gracias.

                                                                                                                          Andrés Briseño Hernández
                                                                                                        Susticacán, Zacatecas, 27 de junio de 2023







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