Lo observó a través del cristal. Los goterones de lluvia deformaban su imagen, la borraban y la devolvían en un juego que se repetía continuamente. Quizá por eso no miró el arma, y si la miró, le habría parecido que era otra cosa: un juguete, la cartera, la bolsa del pan. Otra posibilidad puede atribuirse a la confusión, pudo ser que la boina vasca y el paraguas rojo la hubiesen hecho creer que, por una fantástica razón, aquel hombre fuera el Txato de la portada de Patria, la novela que leía justo en ese momento; tantas veces había deseado que los personajes entrañables de sus libros aparecieran mágicamente para saludarla, que tal vez esa noche… Quizá había creído ver en ese hombre a su maestro de música. Cabía la posibilidad, por su puesto, de que se hubiera dado cuenta desde el principio, pero que se hubiese abandonado ingenuamente a la protección del vidrio que los separaba. Lo cierto es que no se movió, ni siquiera después del disparo; permaneció parada unos instantes, atónita, no lanzada sobre las mesas contiguas por el impacto de la bala, como en las películas. Luego se derrumbó lentamente, ahora sí imitando la muerte de las actrices del cine de oro mexicano, mientras profería trágicamente “¿Por qué?”.
El asesino giró sobre su eje y se precipitó a la bocacalle más cercana. El corazón como una locomotora, la mano trémula, la certidumbre puesta a prueba. ¿Cómo estar seguro de que era ella? No podía saberlo, la lluvia sobre el cristal deformaba, borraba y devolvía su imagen una y otra vez. Había que confiar en su instinto, una mujer así, a esas horas, en aquella mesa y con un libro no podía ser otra, no debía ser otra. Aunque bien pensado, igual no era ella, sino una muy parecida que, por mala suerte… ¿Y si no era un libro sino la carta del restaurante? Por qué si no preguntar “¿Por qué?” cuando se saben a ciencia cierta las razones. Al amparo de las sombras el asesino tiró el revólver, la boina vasca y el paraguas, pero no pudo deshacerse de la duda. Si preguntó “¿Por qué?” pudo ser porque no era ella y creyó ver en él a alguien que no era él y que con tal acción la decepcionaba. O quizá, puede que, como solía hacerlo, sí era ella y había decidido dejarle un último remordimiento haciéndole creer que no lo era. ¿Y si hubiera la posibilidad que quizá él no era él sino otro que deseaba matar a otra mujer y no a la mujer a la que él perseguía? Entonces qué hacer, qué sentir, a qué venía el titubeo de sus pasos que regresaban para recoger el arma y apuntarse a la cabeza. Había una minúscula posibilidad de que fuera un sueño y que al día siguiente no amanecería muerto en un callejón oscuro sino en su departamento, vivo y listo para seguir a su víctima y esta vez, sin dudas, asesinarla.
Tal vez, sólo tal vez, lejos de allí una mujer destinada a morir miraba a través del cristal la imagen deformada de un hombre que, presuroso, regresaba a casa protegiendo su violín con el paraguas.
                                                                                                                                                             Andrés Briseño Hernández
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