(Publicado originalmente en La sirena varada.Revista Literaria Bimestral, Año 1, Anual, 2018)

En la universidad decidí que Octavio Paz me caía gordo. Se hablaba tanto de él en los corrillos, se traía a tema a la menor provocación, que terminó por resultarme indigesto. Paz el ensayista, el embajador, el poeta, el Nobel, el oficialista, el descomprometido. Opté por malquererlo sin haberlo leído siquiera. Agréguese a mi antipatía el encono que experimenté cuando vi un reportaje sobre Elena Garro —escritora de todas mis complacencias— donde se la mostraba anciana, enferma, sola y en la miseria. Asumí que era culpa de Octavio.
Me habría gustado imaginar la relación Garro-Paz a la manera de un talk show. Laura Bozzo sostiene las manos de Elenita, mientras ésta llora desmesuradamente. Se reproduce un video. Música triste de piano, escenas a blanco y negro, una vecindad, un cuarto miserable, donde Garro se quita el nebulizador para dar una fumada. Llora y relata su ruptura amorosa y el olvido a la que fue proscrita. Laura Bozzo chilla: “¡Que pase el desgraciado!”. Paz recorre el pasillo entre vituperios, llega al panel, saluda a la presentadora sin reparar en su exmujer. Yo, que me encuentro en la sala, le grito: “¡Mal hombre, mal hombre!”.

***
No obstante mi aversión hacia el poeta, su albor atravesó oscuridades y en cierto punto de mi vida tuve que vérmelas con su obra. Buscaba textos y autores diversos para mi sala de lectura cuando me topé con Piedra de sol. Tomé el poema con desconfianza, haciendo bolas duras de rencor, a la manera de Pedro Páramo, y leí:

Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:

“Vaya, vaya”, me dije en secreto, como para no traicionar mis resentimientos. Luego continué la lectura en un murmullo:

voy por tu cuerpo como por el mundo,
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia…

Perdí el control –así es uno, veleidoso, qué se le va a hacer–, leí todo el poema y me seguí con otros; busqué El laberinto de la soledad, Corriente alterna, El camino de la pasión, El arco y la lira. “Este cabrón es bueno”, pensé, convencido ya de que a los escritores hay que tasarlos por sus textos, más allá de qué tan afines nos resultan como personas.
Imaginé a Paz en Historias engarzadas: cortinilla de apertura con tipografía gariguleada. El poeta, sentado frente a Mónica Garza, se sincera ante los televidentes. Habla de su infancia en Mixcoac, de aquella fotografía de juventud donde aparece con los mechones rebeldes, de la India y del roce con Vargas Llosa por eso de la “dictadura perfecta”. Comparte el gozo de ser premio Nobel y lo incómodo –y chistoso– que se sintió con el smoking. Al final, un acercamiento nos deja ver sus lágrimas.
Yo, desde mi sillón, digo entre sollozos: “Está bien, Octavio, te perdono, pero todavía me debes lo de Elena Garro”.

Andrés Briseño Hernández
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