A punto de volverme poeta,
vender por catálogo
o declamar bonitas poesías
en las veladas literarias de mi pueblo,
espero la salida del Amor
que se pasea por mi cuarto
con los zapatos desabrochados.

A veces, para molestarme,
el maldito enciende las luces
y corretea como un niño,
grita como una herida profunda,
juega en los rincones
mientras tararea una canción olvidada.

Hay días en que lo persigo,
lo imagino esperándome
en la estación del metro,
en la fila del súper,
en los ojos que alzan la mirada
y luego regresan al libro,
pero ya no leen, esperan.

Otros días lo dejo que se desgañite sin verlo,
cubriéndome con las cobijas,
ajeno al rumor de una palabra
proferida a lo lejos
teñida con mi nombre.

Pero nunca se va.

Por las noches,
junto al balcón,
me pega con el codo para que mire a las mujeres
que pasan bajo mi casa.
Yo me hago el ciego o el sordo y no respondo a sus golpes
ni a sus jalones de pelo.

Entonces se mete en su caja,
me grita que soy un pendejo,
dura dos o tres días sin hablarme.

Pero el único pendejo aquí es el Amor.
Le veo su cara de niña pecosa y boba.
Toco sus manos sin uñas,
su lengua sin tiempo.
Acaricio sus cabellos rojos,
su mirada ausente.
Lo encuentro desvalido y solo y me da tristeza.

Ah, qué Amor tan pendejo:
ser tan líquido
entre tantos recipientes rotos.

Si lo observo a escondidas
lo descubro pegando con saliva
los pedazos de porcelana de mi corazón.

Me da lástima.

Lo tomo de la mano
y me asomo a la calle, con la promesa
de que la próxima falda que pase habrá de vivir en mi casa,
de dormir en mi cama.

Sonriente,
como un niño tarugo y bueno,
me mira desde el sillón y
me da consejos sobre mi ropa
y mi peinado.
Me abre la puerta luego,
me despide con una palmada.

Sé que me espera despierto hasta que vuelvo.
Imagino que se muerde sus uñas inexistentes
y está tras la cortina como una madre
que aguarda a la hija que no llegó a las once de la fiesta.

Cuando regreso con el corazón más apedreado que antes
corre despavorido hasta el baño
y se mete en la regadera temblando como el agua tras el silencio.
Las sombras me impiden molerlo a golpes como a un cordero anciano.

Echado sobre la cama,
llenas las manos de la derrota,
me encuentra la mañana siguiente.

Al amparo de la luz, la cara del Amor
se asoma por la puerta.
Me incorporo y lo observo con un desprecio a medias.
No puedo correrlo,
lo acepto,
pero el cabrón no es mi amigo, que a eso se atenga.
Porque a partir de hoy,
para que se le quite lo metiche,
tendrá que pagarme el alquiler
o morir apuñalado en una calle sin salida
donde dicen que uno se muere
balbuceando un nombre o una condena,
mientras alguien se aleja
da vuelta en la esquina
y se pierde para siempre.

Andrés Briseño Hernández
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