Hace unos días soñé por segunda vez con mi abuelo. Caminábamos los dos entre árboles altos y frondosos, el pastizal nos llegaba a las rodillas. Como es común en los sueños, no tenía idea exacta de cómo llegamos allí, pero sé que buscábamos algo, un arroyo, un rancho de aguas, un pueblo. Mientras andábamos, abuelito Pedro me contaba cosas, como antes, cuando vivía. Por fin llegamos a las orillas de una ciudad desconocida e inmediatamente me puse a leer los anuncios en las paredes. Eso lo hago siempre que ignoro el lugar donde me encuentro: leer las pintas que anuncian el baile o a los candidatos de algún partido político; en esas bardas siempre se encuentra el nombre del los pueblos.
La ciudad era Colima. Recorrimos algunas calles y sin más explicaciones regresamos al bosque.

El primer sueño con mi abuelo fue una o dos semanas luego de su muerte. Yo estaba recostado y vi por la ventana su silueta. Tocó la puerta y abrí: estaba limpio, recién afeitado, vestido de domingo. Ya no sufría. Así me lo dijo. Me dijo también que no me preocupara ni estuviera triste, que él estaba bien.
Personalmente no creo que los muertos regresen en sueños para avisarnos de su situación en el más allá, pero estoy completamente convencido del poder de los lazos amorosos. Ese vínculo es sempiterno.

Atribuyo el sueño a la nostalgia de los olores. Me explico. Semanas atrás lloviznó. Yo salí en la Rogelia, mi camioneta roja que antes fue de abuelito Pedro; el olor a tierra húmeda y al aceite de la camioneta me hizo recordar los veranos en Sarabia. Días más tarde, la nostalgia me hizo soñar a mi abuelo.

Creo que soñar con los seres queridos debería considerarse un derecho humano, una de las maravillas de la vida.

Andrés Briseño Hernández
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