A pesar de tantos años sigo sintiendo la necesidad de hablar de mi abuelo —de su vida, su palabra, de su muerte. Anoche, por ejemplo terminé de escribir un texto que empecé hace aproximadamente 19 años, los mismos, más o menos, de su deceso.He aquí mis palabras.
LOS FUNERALES DEL REY 2
Salimos del hospital más tranquilos por la aparente recuperación del abuelo. Gracias a las buenas nuevas pudimos ir a comer juntos; incluso nos dimos el lujo de reír como lo haría cualquier familia que se reencuentra.
Al regresar al hospital el abuelo se moría.
Acudimos a su regazo por última vez como si el motivo no fuera la despedida sino una tarde más en su taller y esperáramos una historia suya. Pero nada salió de su boca sino un estertor que se apagaba y se apagaba.
Falleció luego de unos minutos, pero a nosotros nos pareció que eso era imposible, que no había modo de que se muriera alguien como él, tan lleno de palabras, tan de la vida y de la alegría. Nos costó trabajo creerlo con todo y que las enfermeras entraron en silencio para desconectarlo, a pesar de los días posteriores en que nos vimos de negro y tristes y desamparados.
Era noviembre. Los ventarrones arrastraban tierra, la arremolinaban a nuestros pies. La cochera donde fue velado resultó pequeña para la cantidad de personas que fue a verlo. De otras casas trajeron sillas y bancos; arrimaron mesas y comida para los asistentes. Estuvimos todos, su familia, los amigos, los vecinos, todos los que lo queríamos, y aun así mi abuelo siguió muerto.
Ni en el pasillo del sanatorio, ni durante el viaje a Sarabia, tampoco al resguardo de la fogata que encendimos a mitad del patio para escapar del frío, pude llorar. Lo había hecho copiosamente, lastimeramente y sin recato, escondido en el pecho de mi primo Rigo cuando la mano etérea de nuestro abuelo soltó su cuerpo para siempre y mi madre le pedía que no se fuera y mis tíos y tías se desbarataban en dolor y pena.
Luego me fue imposible. Quería desgarrarme a sollozos, berrear, gemir como una plañidera, pero no salió una lágrima de mis despoblados ojos. Deambulé buscando en el llanto de los otros la fuente que se me vedaba, hasta que di con la puerta de la que fue la habitación de mi abuelo. Entré y cerré por dentro, me eché sobre su cama, abracé las sábanas que aún preservaban su olor y me puse a llorar y llorar de desconsuelo, atragantándome con la desesperanza de ser huérfano de abuelo, de palabras y de historias; huérfano de Pedro Hernández, desolado, triste, abatido, incompleto, sin voz y sin fuerzas.
Precisaba de su abrazo, de su mirada limpia y de sus besos. Lo único que llegó a mi mejilla al regresar al patio fue el viento helado de noviembre y su silbar lastimero por entre los goznes y las rendijas. No su mano, no su calor ni su bienaventuranza, solamente el peso insoportable de la orfandad. Porque está dicho que nadie podrá ser cadáver y doliente al mismo tiempo, ni abismo y cuerda, ni canción y silencio.
Andrés Briseño Hernández
29.VIII.2024