Cierta noche un hombre se soñó en un cuarto oscuro; estaba sentado en un viejo sillón mientras le contaban un cuento. Frente a él, junto a una pequeña lámpara que languidecía, el narrador mantenía su rostro oculto tras las sombras.

            Lejos de experimentar miedo, el hombre se sentía cómodo escuchando la voz pausada y monocorde de su interlocutor, quien sólo dejaba ver su mano derecha cubierta por un guante negro. Las palabras salían del que contaba como si fueran la llovizna sobre un techo de lámina.

            Ya conocía la historia, la había escuchado alguna vez en la radio, en un programa de leyendas urbanas de terror; sin embargo, la manera en que era relatada por el desconocido la tornaba interesante:

            Un tipo vivía en un pequeño departamento con un perrito como única compañía. Todas las noches por la ventana entraba la luz violeta del letrero de un hotel de paso. El tipo se recostaba en la cama, cerraba los ojos y se ponía a pensar. Tal vez recordaba un suceso triste o se sentía solo, porque era entonces cuando bajaba el brazo y acariciaba a su mascota. El animal lamía lentamente sus dedos y él se tranquilizaba ahuyentando su soledad. La misma acción se repetía todos los días al anochecer.

            Una madrugada, apenas entradas las dos, el tipo comenzó a oír un goteo incesante. Abrió los ojos y pudo ver su cuerpo bañado por el color violeta mientras sus oídos buscaban el origen del ruido. El goteo provenía del baño, seguramente sería una fuga en la regadera. El tipo cerró los ojos y trató de dormir, pero el plaf, plaf proveniente de la ducha no dejaba de escucharse. Sin saber por qué comenzó a sentir miedo. Por su mente empezaron a rondar los pensamientos más aterradores que podía imaginar. El goteo seguía horadando su cabeza y su nerviosismo crecía con cada nuevo plaf, plaf.

            Instintivamente bajó su brazo. De inmediato sintió una lengua húmeda lamiendo sus dedos. El tipo se calmó y se quedó dormido. Pero despertó unos minutos después cuando un goteo más sonoro lo despertó. El ruido había crecido en volumen y en frecuencia ¡plaf, plaf, plaf, plaf! Atemorizado, saltó de la cama y se dirigió al baño. Lo que vio lo dejó frío: su perro colgaba de la regadera con el vientre abierto, la sangre del animal goteaba incesantemente con una estridencia irreal. Y sobre el azulejo, con letras coaguladas, se leía: "¿Adivina quién te lamió la mano?".

            El hombre que soñaba abrió los ojos con un grito desgarrador. Su cuerpo estaba cubierto por un sudor frío que le helaba el cuerpo. Estaba despierto, pero en su mente aún permanecía la voz pausada del hombre del guante negro.

Cuando logró serenarse, miró a su alrededor y se encontró en un pequeño departamento iluminado por una luz violeta proveniente del exterior. No, no había despertado todavía: el departamento del sueño era el mismo de la realidad. Presa del pánico se envolvió entre las sábanas y encogió su cuerpo tanto como pudo. Sorpresivamente se dejó oír un goteo lento, estridente.

            Bajo las telas, obligado por una fuerza desconocida, el hombre buscaba a tientas la orilla de la cama. Al encontrarla, su mano derecha empezó a bajar sin que él se lo ordenara. Una saliva tibia cubrió sus dedos. Sin abrir los ojos, el hombre se preguntaba a qué hora iba a terminar este sueño que no acababa de concluir. De repente la lengua dejó de sentirse. El hombre bajó de la cama con sigilo y abrió la puerta del sanitario. Ante sus ojos estaba el perro colgado de cabeza con las vísceras al aire. La pared ostentaba la misma leyenda en letras rojas. Algo había cambiado, sin embargo: en lugar de huir, esta vez contempló la escena, maravillado. El olor a sangre fresca estimuló su sed. Su boca se pegó al can con fruición y un líquido viscoso comenzó a bajar por su garganta.

            Cuando reparó en lo que hacía, se tapó la boca con repugnancia, pero su mano ya no era una mano teñida del violeta del anuncio del hotel. En lugar de la coloración fluorescente, sus dedos estaban cubiertos por un guante negro que se movía de un lado para el otro según la intención de sus palabras. Frente a él, otra persona sentada en un viejo sillón escuchaba el cuento que él contaba. El hombre se negaba a hablar, pero aun así salía su voz pausada y monocorde. El oyente permanecía en silencio mientras él contaba cómo el plaf del baño se iba haciendo más intenso y cómo un tipo hurgaba entre las sombras buscando el hocico de un perro para serenarse.

            La persona del sillón empezó a exaltarse significativamente con el relato. Con voz colérica y amenazante exigía el término del cuento. Las venas del cuello parecían a punto de estallarle por los alaridos que profería. El hombre que soñaba intentaba detenerse, pero su boca seguía escupiendo palabras. Con un salto violento, el otro cayó sobre él. De su gabardina extrajo una daga que brilló con la luz de la lámpara. El hombre intentaba despertar para no sentir el acero que atravesaba su carne, pero le era imposible. Víctima del dolor, exigía a su mente terminar el sueño.

            Entonces una luz violeta invadió sus ojos cerrados. Por fin estaba despierto, ya no había duda. Seguramente se encontraba ya en la protección de su cama. Lentamente abrió los ojos para regresar a la realidad. Al abrirlos por completo vio frente a él, de cabeza, un hombre desnudo que lo miraba aterrorizado desde la entrada del baño. Con una revelación repentina comprendió todo: no era más que un hombre que se había soñado como un hombre que contaba un cuento, como un hombre que lo escuchaba y como el personaje de la historia que en ese mismo instante lo veía con los ojos desorbitados, porque ahora era un perro que soñaba antes de morir, un perro que colgaba de una regadera con el vientre abierto y con la sangre hecha palabras que decían: "¿Adivina quién te está soñando ahora?".


Andrés Briseño Hernández



 



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