Los títeres

Una tarde de feria mi abuelo y don Antonio salieron a pasear. Deambularon largo rato entre los puestos y los juegos mecánicos, y escucharon de a gratis la música de tamborazo que otros habían contratado. Al cabo de unas horas se sintieron exhaustos. Como no encontraron alguna banca disponible, mi abuelo le sugirió a don Antonio que entraran a los títeres; así podrían descansar mientras miraban la función.
–Hubieras visto qué aventura, mijo– me contó mi abuelo al otro día– pagamos las entradas y nos metimos a un socavón oscuro, oscuro. “No se ve nada”, dijo don Antonio. “Camínele otro poquito”, le contesté. Pues seguimos por el túnel aquél: a los lados nos salieron unos monos de garra que volaban de acá para allá; a don Antonio lo siguió un chango que le daba cuartazos por el lomo. Total que no prendieron la luz ni encontramos asientos ni función, nomás al fregado chango que nos siguió hasta la salida.
La carpa no era la de los títeres: habían entrado por equivocación a la Casa de los Espantos.


De la sutileza

Cuando la anciana se aburría de las visitas, miraba por la ventana y exclamaba:
–Tan noche y tan oscuro, y usted que ya se tiene que ir…

De la sutileza 2

Mamita Pepa aseguraba que las hijas de su hija Rita no eran agraciadas; las de Toña, en cambio, eran trenzonas y bonitas.
Cuando estas últimas llegaban a visitarla, mamita Pepa requería a las primeras:
–Mijitas, cómo no se ponen atrás de la puerta para que nadie las vea.


El fin del mundo

Repicaron las campanas de la capilla del Colorado a las dos o tres de la mañana. El alboroto tan a deshoras levantó a los vecinos, quienes imaginaron una desgracia o el llamado del final de los tiempos. Asustados, a medio vestir algunos, otros armados con lo primero que habían encontrado, llegaron a las puertas del templo.
Pero no hallaron ni incendio ni jinetes del Apocalipsis. En lugar del Armagedón, solo avistaron la polvareda de los muchachos de Sarabia que escapaban callejón arriba, mientras un cochino pinto gruñía y pataleaba sin poder zafare de la soga del badajo de la campana.
Los gruñido del puerco y las carcajadas de los muchachos parecían anunciar a los cuatro vientos que el mundo nos se acaba mientras hayan corazones alegres dispuestos a las travesuras, y que siempre habrá más tiempo que vida para sonreír.


Donde hay miedo ni coraje da

Galdino llegó a Los Ángeles para visitar a Lorenzo su primo. Condujo todo el trayecto desde Bakersfield hasta el Este de la ciudad con el único fin de mostrarle el primer auto adquirido con el fruto de su trabajo: un destartalado Chevrolet Impala del 59.

“Ése es carro de malvivientes”, le decía su padre. “Y vas a un barrio donde hay un chingo”, complementaba.

Y tenía razón. Cuando llegó al barrio, Lorenzo le advirtió:

       –Trucha con tu carro, primo; aquí no se sabe.
       –Nomás entro al baño y nos vamos. Además, no traigo gasolina, ¿a dónde se lo llevan?

Cuando salió del baño el carro había desaparecido.

      –¡Ya se lo chingaron, Galdino!

A punto del infarto, Galdino le suplicó que fueran a buscarlo. Lorenzo sacó su camioneta e iniciaron la búsqueda.
Dos cuadras más adelante, un grupo de quince cholos empujaba un Impala.

         –¡Ahí está! ¿Es ése, verdad?

Galdino miró al coche. El mismo color, la misma descarapelada del lado izquierdo, la calcomanía del espejo trasero era idéntica.
Luego miró a los cholos: pinta de matones, tatuajes por todo el cuerpo; portaban cuchillos y picahielos.

          –¿Ése es, verdad?– Volvió a inquirir Lorenzo.
          –No, ése no es- contestó Galdino sin pensarlo.

Después giró la cabeza hacía el otro lado para que su primo no lo viera llorar por la pérdida de uno de sus más preciadas ilusiones.


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