Uno lee y suceden cosas. Memorables en su mayoría. Fue en agosto. El diecisiete por la tarde un hombre mayor se acercó mientras yo leía El testigo de Juan Villoro en una banca del parque Morales de San Luis Potosí. Le resultó asombroso que pudiera leer esa letra tan pequeña y me confesó que él ya no era capaz de hacerlo debido a un problema en el ojo izquierdo. Me dijo también que lectores había pocos en este país. Le contesté que no tan pocos. "No los suficientes”, me respondió.
Me pidió permiso para sentarse. Se presentó: Juan Brígido Contreras.

También era lector. De Charles Dickens, de Dumas, de Fuentes. Me hablo del Cid y de la mulata de Córdoba. Al cabo de un rato García Márquez y Cien años de soledad salieron a colación. Nunca la había leído, me confesó, pero había escuchado buenos comentarios. Le dije que yo iba por la sexta o séptima relectura de la novela. “¿Me la contaría? —suplicó— Yo no podré leerla". Vaya lío en que me habían metido aquel hombre y mi gran bocota. No se trataba de contar un chiste o una anécdota, ¡era una novela, la del Gabo!

Busqué, a fuerza de mucho trabajo, compactar tanta vida insuflada con maestría por García Márquez en esas casi cuatrocientas páginas. Fue como reconstruir recuerdos propios, vivencias de uno, hablar de familiares muy queridos. Al término de mi narración, Juan Brígido tocó mi hombro. Me agradeció encarecidamente. "Ya me habían relatado la historia, pero usted la contó mejor", soltó la confesión sonriendo como un niño travieso.

Ahora que recuerdo el advenimiento de Juan Brígido Contreras, pienso en otra novela de Villoro que leí recientemente, El libro salvaje. En ella, otro Juan, un niño de 13 años, narra la visita a su Tío Tito, un lector empedernido y excéntrico. Llega a una casa enorme, llena de cuartos, pasillos, escaleras y una cantidad innumerable de libros que hacen recordar la biblioteca Borgiana. Allí se esconde el libro salvaje, un ejemplar rebelde y escurridizo que lanza el anzuelo, pero sólo se dejará leer cuando alguien lo dome, o mejor dicho, cuando encuentre un lector digno de leerlo y leerse a sí mismo para escribir su propia historia.
Juan Brígido es, como el libro de la novela de Villoro, un lector salvaje.

Indómito, acechante, ávido, granuja, exigente también. De esos lectores que pueblan las ferias y las presentaciones de libros en busca de la serendipia; de los que resultan altamente susceptibles a volverse groupies de los autores o que deambulan por los cafés o las centrales camioneras leyendo por arriba del hombro los libros de los otros. Sus novelas y poemas favoritos les pican en la lengua y tienen que compartirlos con alguien; por eso te miden, te leen con desconfianza primero y luego, si les agradas, se acercan a abrevar contigo en el remanso de las palabras.

Otros coleccionan sagas y/o cómics, atestan las librerías cuando sale a la venta el nuevo tomo; suelen disfrazarse de los personajes más entrañables, forman grupos, clubes, cultos; pueblan los cines y las expos. Si les fuera dado, dejarían este mundo para avecindarse para siempre en los mundos maravillosos de sus libros. Los mayores suelen verlos con desconfianza, como si fueran entes extraños salidos de la nada. De la misma manera que los adultos de la Alemania de Goethe miraron a los jóvenes seguidores de Werther y sus cuitas.

Existe una especie ingobernable de lectores salvajes: pequeños y vertiginosos. De ojos vertiginosos. No cesan nunca de acosar, pidiendo por favor que les lean el mismo cuento de las últimas quince veces. Les gusta también que les narren historias que saben al dedillo y de las que no aceptan el mínimo cambio en la trama ni en las palabras. Sobrinos, se les dice, hijos, hermanitos. Especímenes éstos merecedores de cuidados especiales, pues el salvajismo que los distingue es sutil y delicado. Un rechazo o una negación a sus deseos son suficientes para que los perdamos sin remedio.

Vuelvo a mi lector salvaje. Juan Brígido se marchó luego de darme su dirección. "Escríbame, prometo contestar". Cruzó el sendero y se internó en la arboleda, seguramente el muy bribón sonreía. La cacería había sido buena. A pesar de ser la presa, me quedó un dejo dulzón de plenitud; los libros y los lectores salvajes comparten esa cualidad, su ataque no destruye, vivifica.

Le escribiré a Juan Brígido. Se la debo. Y le enviaré un libro. Uno sobre el corazón de las aves, con ilustraciones y letras grandes, muy grandes, para que sus ojos no se cansen. Los necesitará para el siguiente acecho.

Andrés Briseño Hernández
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