Para aquellos que se han adentrado en la lectura o estudio de la obra de López Velarde, no es desconocido que tanto su vida como su producción literaria estuvieron marcadas por los extremos, muchos de ellos, en apariencia, contradictorios. Tenemos como ejemplo su marcada fe católica y su no menos presente inclinación a la carnalidad. Pero existen otras aristas igual de interesantes en la figura y las letras del poeta jerezano. En estos breves comentarios abordaré de manera muy general una ellas: lo sobrenatural.
    La superstición y lo paranormal, lo que Velarde llama sus 'creencias de cábala y artes de amuleto', tienen un lugar preponderante en su obra y en su vida: “Yo creo, yo estoy dispuesto a creer, en todo lo que se llama miedo, en todo lo que se llama superstición”, nos dice en su prosa Espantos, publicada en 1916 en El Nacional Bisemanal. Sus versos y sus líneas aluden a los fenómenos metafísicos casi con la misma frecuencia que aborda el regreso al terruño, o su devoción a la amada inalcanzable, quizá sean elementos indivisibles unos de otros. En él, estas creencias cohabitan sin entrar en conflicto con su lado racional: “Respeto por igual al físico que ve en su sombra la propagación de la luz en línea recta y al salvaje que rinde culto a su propia sombra”
Ahora bien, ¿cómo aborda Ramón López Velarde el tema? Por lo menos en dos vertientes: lo sobrenatural entendido como el cúmulo de creencias populares o familiares que hablan de aparecidos, almas en pena o tesoros, bagaje que llevará consigo tan arraigado como su apego al terruño, y lo sobrenatural personificado en la amada, en el amor eterno que permanece después de la muerte.
    Como ejemplo del primero tenemos este fragmento del El viejo pozo:

Hoy cuentan que mi tía se aparece a las once
y que cumpliendo su destino
de tesorera fiel, arroja sus talegas
con un ahogado estrépito argentino.

    Su fe en lo sobrenatural es tan importante como sus creencias morales y religiosas. Preservarlas es, de cierto modo, una forma de conservar en él la idea del terruño, su identidad provinciana. Regresar a la comarca no es sólo una vuelta a un sistema de valores pueblerinos sino también al imaginario de sus coterráneos, sólo entonces el retorno se consuma. En el Poema de vejez y de amor, leemos:

Mi vida, enferma de fastidio, gusta
de irse a guarecer año por año
a la casa vetusta
de los nobles abuelos,
como a refugio en que en la paz divina
de las cosas de antaño
sólo se oye la voz de la madrina
que se repone del acceso de asma
para seguir hablando de sus muertos
y narrar, al amparo de crepúsculo,
la aparición del familiar fantasma.

Sus experiencias sobrenaturales son sensoriales, pueden describirse en términos de sensaciones, tienen forma y sustancia: “El terror vive en mí constantemente […] El terror, personaje solícito, se dignó presentárseme cuando estudiaba yo, en mi casa, el silabario de San Miguel […] Frente a mi cama había un ropero, y de detrás del ropero salía un hombre, inconsistente como un gas y hecho de penumbra”.

     La segunda vertiente de lo sobrenatural gira en torno al luto, al misterio, a las sombras, a la figura de la Muerte. Pero no se trata del espanto o el espíritu chocarrero sino de la mujer amada, la mujer fantasmagórica, o quizá sea más atinado, fantástica. Así, la dama en turno podría o no ser un espectro, quizá se trate sólo de una visión, un engaño de los ojos del poeta y de la penumbra. Pero quizá nos equivoquemos. En la prosa Sonámbula, López Velarde expresa: “Y así vas, sonámbula que camina por los senderos en que florece el prodigio, atravesando la tierra con el andar indescriptible de un fantasma”.
     O en Necrópolis:
Ha llegado una joven enlutada, la blancura del cuyo rostro esplende en el manto sombrío como una estrella circuida por la lobreguez de una nube. Camina entre los sepulcros, por los senderos yermos, y bajo sus pies crujen las hojas. Parece, con fidelidad de leyenda, buscar una fosa.

     O en un fragmento de En soledad:
Y aspirando yo los azahares nupciales y deleitándome con un piano que sonaba no sé en dónde. La vi venir con su loto poema y su frente blanca y su estatura eminente, bajo la luz mortecina de los faroles. Las campanadas del reloj eclesiástico caían sobre las piedras de la calle desierta, por la que iba la amada provinciana, sin un chiquillo de la mano, sin una amiga del brazo, sola como un fantasma.

     En otras ocasiones, sin embargo, la amada es un ánima, un espíritu del más allá que se le presenta Velarde como un ‘funerario aviso’. Leamos algunos pasajes del poema Día 13:

Mi corazón retrógrado
ama desde hoy a temerosa fecha
en que surgiste con aquel vestido
de luto y aquel rostro de ebriedad.
[…]
Superstición, consérvame el radioso
vértigo del minuto perdurable
en que su traje negro devoraba
la luz desprevenida del cenit
y en que su falda lúgubre era bólido
por un cielo de hollín sobrecogido.

      En El sueño de los guantes negros, encontramos, quizá el mejor ejemplo:

Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada del Invierno
y lloviznaban gotas de silencio.
No más señal viviente, que los ecos
de una llamada a misa, en el misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.
De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes negros.
[…]
¿Conservabas tu carne en cada hueso?
El enigma de amor se veló entero
en la prudencia de tus guantes negros…
Ánima en pena o sólo visión fantasmagórica, lo cierto es que, para Ramón, el amor trasciende la muerte y la Amada y él, por fin, se encontrarán. En el Poema de vejez y de amor, le habla de este modo a Fuensanta:
Dos fantasmas dolientes
en él seremos en tranquilo amor,
en connubio sin mácula yacentes;
una pareja fallecida en flor,
en la flor de los sueños y las vidas;
carne difunta, espíritus en vela
que oyen cómo canta
por mil años el ave de la Gloria;
dos sombras dormidas
en el tálamo estéril de una santa.

    Tras la muerte, ya como espíritus, los temores y las preocupaciones de los enamorados se terminan. En la prosa Hoja de otoño:

Vayamos sobre el río sordo de la muerte, sobre la misma ola negra, sin dolor y sin miedo, que la luz elísea de ultratumba compensa de las tinieblas del planeta, y todas las angustias que se debaten sobre el polvo ascienden, al fin, a la gloria de un Zodíaco eterno.
Hoja de otoño, abracémonos en la sombra para conseguir un poco de paz y navegar por la atmósfera sutil, hacia los astros seculares...

      Ya fuera un amuleto para asegurarse el retorno al terruño, ya una cábala para reunirse con el ser amado, Ramón López Velarde abrazó lo sobrenatural con la misma fuerza con la que se aferró a la fe católica y a la voluptuosidad femenina. El misterio, lo inexplicable; la sombra y la superstición son un sello de la obra lopezvelardeana. La misma superstición que lo llevó a acoger con espanto el vaticinio de la gitana, cumplido a cabalidad el 19 de junio de 1921 en la ciudad de México. ¿Qué vio el poeta en la hora aviada? ¿El espectro de su infancia se asomó por detrás del ropero o le apareció de súbito Fuensanta?
Nunca lo sabremos. Por mi parte, me gustaría creer que, al exhalar su último aliento, Ramón López Velarde unió sus manos con las manos de la amada como si fueran los cuatro cimientos de la fábrica de los universos.

Andrés Briseño Hernández




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