Yo vi el mar de Burgos
al amparo del frontispicio de la tarde
Colinas mecidas por la marea del viento
al vaivén de un pestañeo iridiscente:
azul, verde, aguamarina, verdiazul
Fue en abril. Un poco después de la tres
Y Madrid lejos todavía
Sólo teníamos al mar
estriado por carreteras,
montículos de mar
tierra y pasto, árboles de mar
El mar era viento
Los caminos del viento
se trifurcaban
y regresaban a ser un solo viento
Burgos allá atrás en la resolana
tibia mientras el sol brincaba sobre torres y rosetones
fría cuando las ráfagas resquebrajaban el remanso del río Arlanzón
y ascendían para tocarme la cara
Era mil noventa y nueve
el Cid se moría en Valencia
Pensaba quizá en el Mediterráneo
quizá el mar lo pensaba mientras se moría
A la mitad de la calle, ahora,
un caballero de bronce a un corcel de lo mismo espuelea
para sortear las olas del polvo tamizado por los siglos,
coronadas con la espuma de las bocas de sus muertos
Y un mismo polvo mana
de las hojas amarillentas
del libro abierto entre mis manos
En el murmullo de mis labios
una niña de nueve años
desoye al rey y grita
y abre la puerta:
“Éste es el mar en Burgos, Campeador,
sólo polvo y viento”
En la mirada del Cid
Burgos se llena de mar,
bruno, verde, oleaginoso, verdinegro
De los sus ojos lo vi,
por última vez, para siempre,
por la ventana del autobús de los desterrados,
de los que cierran el libro y el libro hace agua
y naufragan en las mismas palabras que leyeron
y dejan el corazón prendado en la puerta de Burgos
Fue en abril. Sólo teníamos al mar
Y Madrid lejos todavía
Andrés Briseño Hernández