Las cabras se habían comportado particularmente extraño aquel día. Kaldi no lo notó hasta el anochecer cuando le fue casi imposible reunir al rebaño para resguardarlo dentro de la cueva. Sus animales, por lo regular sumisos, saltaban aquí y allá con un balido constante e inquieto; se les miraba tan activos como si acabasen de despertar y lo único que desearan fuera salir corriendo en desbandada.  

Luego de grandes esfuerzos el pastor logró meter a la última de sus cabras. Adentro, ninguna mostraba señales de sueño. Las contemplo un buen rato, consternado. ¿Sería aquel inusual comportamiento obra de algún espíritu? Kaldi se lo preguntaba sin atreverse a contestar afirmativamente. Pronunció en voz alta las consabidas fórmulas para alejar las malas artes y las calamidades y se acomodó sobre una zalea cercana a la fogata para vigilar. Al cabo de un par de horas se quedó dormido.

Con el alba, el cabrero despertó a su rebaño y salió de la cueva para llevarlo a las laderas de Kaffa; el terreno era escarpado, pero fértil, rico en buen pasto. Durante el trayecto no observó en sus animales ninguna conducta fuera de lo común. Sin embargo, unos minutos después del mediodía, las cabras retomaron su comportamiento agitado. La razón parecía deberse a ciertos frutos rojos desconocidos para el pastor, mismos que sus cabras habían estado comiendo desde la mañana. Kaldi arrancó un buen número de esos frutos y los guardo en su alforja para examinarlos detenidamente al terminar la jornada.

De vuelta en la caverna, Kaldi tomó el racimo y lo observó por unos instantes. Luego, con ayuda de los dientes, peló uno de los frutos hasta llegar a la almendra. El sabor no era precisamente agradable, pero la curiosidad de saber si era ésa la causa del desasosiego de sus animales, lo impelió a comerlo. La semilla sabía aún peor que la pulpa. Sin desalentarse por el fracaso de su ensayo, el pastor decidió realizar diferentes pruebas: maceró los frutos, pero el resultado, un tanto aceitoso, le disgustó; los mezcló con ensete, una especie de banano, hasta formar una papilla que le resultó muy poco apetecible; por último, separó las almendras y las tostó para luego hervirlas. El líquido negro resultante le pareció una bebida horrible que corroboraba su origen demoniaco. Asustado, tiró la olla en que había preparado el brebaje y no permitió en delante que sus cabras comiesen de aquellos nefastos arbustos.

Quizá, si Kaldi no la hubiese rechazado, aquella infusión oscura habría trascendido el tiempo hasta convertirse en la bebida por excelencia no sólo en África sino en el mundo entero. La historia, como es sabido, no fue así. El honor de ser nombrada la bebida universal recayó en una preparación del continente americano, elaborada exclusivamente para el huey tlatoani, de la cual Hernán Cortés primero y Francisco Javier Clavijero después dieron cuenta en sus Cartas de relación y Storia antica del Messico respectivamente: el atolli.


Valero Gracia, arcabucero aragonés, observaba a escondidas la elaboración del bebistrajo que preparaba la cocinera favorita de Motecuhzoma, la única depositaria del secreto de la receta: en una olla grande de barro la india hirvió una bola de algo que el español no pudo precisar y lo meneó constantemente hasta espesarlo; después lo condimentó con cacao, chile –esa vaina de los avernos– y miel de abeja. Una vez listo, un paje llevó la bebida en un pocillo bellamente adornado hasta la sala principal del palacio. Valero iba detrás, su trabajo era asegurarse de que ningún veneno o bebedizo pernicioso pudiera ser vertido en los alimentos de rey de los aztecas. Su mirada, y su apetito, se clavaban constantemente en aquella bebida espesa y caliente.

Motecuhzoma era ya prisionero de Cortés; aun así, sólo él tuvo el privilegio de beber el atolli. Lo hizo lentamente, saboreando la consistencia áspera del líquido.

–No más demoras– ordenó Cortés.

El huey tlatoani escuchó en náhuatl la traducción de la lengua bárbara y dejó el pocillo. Dos soldados lo sujetaron para llevarlo a la terraza del palacio. Lo que sucedió después Valero Gracia no pudo saberlo; se encontraba de vuelta en la cocina del palacio dispuesto a saborear la preparación digna de monarcas. La cocinera se interpuso, en su mirada brillaba la resolución de proteger lo sagrado. El arcabucero estaba a punto de propinarle un empellón cuando se escuchó el llamado de las caracolas seguido del grito de sus compatriotas: ¡A las armas, españoles, que esto se ha ido a la mierda! El sobresalto fue aprovechado por la mujer para arrojar al suelo la olla del atolli. Valero la miró con furia, pero no arremetió contra ella. En su lugar, la tomó del brazo y salió rápidamente en busca de un escondite seguro.

      Al asesinato de Motecuhzoma sobrevinieron batallas sangrientas, el sitio y la aprehensión de Cuauhtémoc. Tenochtitlan había caído. Durante todo ese tiempo, Gracia mantuvo cautiva a la indígena con la esperanza de conocer los ingredientes exactos del brebaje. Al principio, la cocinera se mantuvo estoica, de nada valían las amenazas ni los golpes. Sin embargo, cuando Valero le refirió a través de su lengua la manera en que había muerto el emperador, su temple se vino abajo.

–Has de saber, india del demonio, que Montezuma murió como un cobarde, apedreado por su propio pueblo.

La mujer lo miró fijamente, incrédula al principio como si hubiera comprendido mal lo que acababan de traducirle; luego se doblegó ante la verdad.

–Nextamalli– murmuró.

A esa confesión siguieron otras en las que se relataron los ingredientes específicos para cada tipo de atolli: negro (preparado con cáscara de cacao), de pinole, de masa y frijol, de maíz de teja, entre muchos otros. Valero anotó cada palabra con celeridad, víctima de una agitación irrefrenable. Al término de la revelación, el arcabucero hizo a la mujer preparar la que supuso la mejor versión de la bebida. Apresuradamente salió de la choza con la olla aún humeante
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     –Se llama atole– dijo con satisfacción ante Cortés– la bebida predilecta de Montezuma.
El ahora marqués del Valle de Oaxaca degustó tan ávidamente que fue necesario, según consta en documentos de la época, que se le preparase una cantidad considerable de atolli suficiente para un regimiento y que él y sus allegados bebieron en una comilona que terminó al día siguiente.

     El éxito de tan exótico brebaje fue tal, que no tardó en ser probado por los reales labios de su majestad el rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, y en pocos años su consumo se extendió por todo el continente europeo. En el siglo XVI, el médico y alquimista Zenón, hijo del clérigo Micer Alberico de Numi, acuñó en su obra Las proteorías el concepto universalem potum, la bebida universal, para referirse al exquisito bebedizo de las Américas. Otros estudiosos, poetas y monarcas a través de los siglos y hasta nuestros días han alabado las bondades del atolli: es bien sabido que el Santo Padre León XIII y más adelante Maximiliano II de Habsburgo lo consideraban gran reconstituyente y afrodisiaco –al sucesor de Pedro se le atribuye, además, la siguiente frase: “Si con atolito vamos sanando, pues atolito vámosle dando”.

En la actualidad el atolli es la bebida caliente por excelencia en el mundo y por mucho la más mediática; en los hogares de todo el orbe humean las ollas de champurrado o blanco acompañado de piloncillo o de una tablilla de chocolate de metate, gracias, quizá sin saberlo ellos, a la tenacidad de un arcabucero español y la mala estrella de un pastor abisinio.

Andrés Briseño Hernández
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