Abuelita:

Sé que más de una vez le dije que la quería. Así, tomándola de la mano, mirándola a los ojos, pasando delicadamente mi otra mano por su frente o por sus cabellos. Muchas veces también le di un beso, le pregunté si había comido, si tenía frío, si algún dolor la aquejaba.

Sin embargo, me habría gustado decírselo antes, muchas veces más de las que lo hice, cuando la demencia todavía no se comía sus recuerdos, cuando aún podía decir mi nombre y sonreír, cuando sabía que era su nieto. Estoy  seguro que en más de una ocasión la besé, le di un abrazo y le dije "La quiero mucho". Pero es que no fue suficiente.

Nunca es suficiente.

Me faltó decirle cuánto amaba sus papas en chile verde, su fuerza interminable, su barrer y barrer y su torteado. Debí contarle que usted fue mi abrigo, mi lugarcito tibio aquella tarde en que me sentí solo a la mitad del patio de su casa, cuando mi hermano y mis primos todos se habían ido a Jerez y yo me quedé en Sarabia. Me planté a la mitad de mi angustia y miré para la loma con la congoja hecha bola en mi garganta. Y usted que nunca fue una mujer querendona llegó hasta mí con sus amables brazos y su delantal de pechera para abrazarme. Me preguntó si estaba triste y entonces supe el tamaño de mi tristeza.

Y lloré y lloré en su regazo y me deshice en lágrimas y amor por usted, abuelita. Del mismo modo, con idéntica potencia, que el día de su muerte, cuando, la llevamos de vuelta a su casa, la reunimos otra vez com mi abuelo Pedro y le dijimos adiós para siempre.

Andrés Briseño Hernández

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