Se encerró a piedra y lodo, como si la piedra y el lodo pudieran detener, de veras, la tristeza. Lejos habían quedado ya los últimos traqueteos de la camioneta que se los había llevado quizá para siempre —no lo habían dicho así, pero ella sabía, ella sabía. Sus hijos, el grande y el menor, separados por los años y por la malquerencia, ahora juntos camino al norte. Si por lo menos de todo esto les resultara el cariño de hermanos, pero, ¡ay!, de dónde podrían sacarlo si ella había visto muy adentro de sus corazones y no había encontrado más que desprecio mutuo.
            Apuntaló la puerta con una silla y se sentó al borde de la cama a convertir su rebozo en llanto. Sus pies se balanceaban en el vacío de una base levantada más de lo común con latas de chiles bajo sus cuatro patas. Luego de unos minutos pudo detener los sollozos y observó la soledad del cuarto. Revisó uno a uno los cuadros desteñidos que colgaban de la pared: la boda de su hermana Celia; el bautismo de uno de sus tantos ahijados; la reproducción a lápiz de una fotografía de ella y Anastasio; sus hijos e hija bajo la bugambilia antes de la fiesta de la escuela, vestida Lupe de hormiguita y Tacho de vaquero, Arturo no era escuelante todavía; la última foto que se tomaron juntos, ¿seis, siete años atrás?, alrededor de la caja de Lupe, pobrecita, ahogada en la tinaja a los catorce.
            Pensó que quizá era mejor así, que se hubiera muerto sin ver en lo que se habían convertido sus hermanos, el grande y el chiquito, como decía Lupe. A uno lo quiero porque me cuenta historias, al otro porque se ríe y se ríe cuando desgranamos las mazorcas. Aunque si ella no estuviera muerta, se dijo la mujer, las cosas no se hubieran ido por ese camino; ahora estaríamos todos y ellos se querrían. Será que las desgracias siempre vienen en pares, pensó poniéndose de pie trabajosamente para encender la luz, y no sé cuál me desgarra el alma con más fuerzas.
            No, no son siete ni seis, son cinco años, le dijo a la imagen de la virgen de la Soledad pegada en la luna de su ropero, para tu novenario. Se nos hacía tarde para tu fiesta y los chiquillos no se habían bañado todavía. No se acerquen a la tinaja, les dijo su padre; te los encargamos, Tacho, le dije yo a mi muchacho. ¿Para qué le dimos esa responsabilidad al pobre, por qué no me los llevé así a la misa si a ti no te hubiera importado? Desde la puerta de la iglesia todavía alcanzó a escuchar sus risas y el ladrido de los perros, los imaginó cruzando la cerca para bajar al río. El pasillo, el altar y la iglesia toda reventaban de flores blancas y amarillas. En el atrio los músicos y muchos de los hombres descansaban a la sombra de los truenos, escuchando y no la homilía. Te los ofrecí, virgencita, le dijo a la imagen mientras doblaba las camisas que, húmedas aún, no se habían llevado los muchachos. A donde vamos no las necesitamos, le respondieron ellos, de acuerdo en algo por primera vez en muchos tiempo.
            Del fondo del ropero sacó un gabán oloroso a encierro que dejó un espacio vacío extrañamente grande; con él a manera de cortina tapó la única entrada de luz natural que le quedaba al cuarto. De aquí no saldré, hasta que no regresen, y si por algo me muero antes, ésta será mi caja de muerta. Luego regresó a la cama, sacó debajo de la almohada la bolsa del tejido y continuó una toalla que ya no pondría sobre la mesa de la cocina. Casitas, blondas y picos. Repetía los patrones una y otra vez para no llorar, para no derrumbarse. Tacho miraba a Arturo con tanto aborrecimiento que me espantaba; una cree que los hijos, por lo menos los de una, no serían capaces de guardar odio, pero este hijo mío tenía tanto y tanto. Y el otro, tan chico, doce años, se le apretaba en el pecho y juraba que no, que él no había sido, que no fue su culpa, sobrecogido por un llanto desconsolado que daba pena.
Hasta la iglesia se oyeron los gritos de auxilio, por encima de la tambora y de los rezos. Y ella supo, y Anastasio, los dos cruzaron el atrio con la congoja en el pecho. Tacho, como la madre de Dios después de la crucifixión, llevaba a Lupe entre sus brazos, descolorida y quieta como palomita muerta. Hasta ellos llegó Anastasio y se fue de bruces para llorar y tragar la tierra humedecida con su propio llanto. Ella se siguió hasta el río, Arturo, mijo, mijito, gritaba. En cuclillas, a la orilla de la tinaja, el niño miraba el espejo verde del agua. Al llamado de su madre giró la cabeza y la miró con la desolación profunda de la desgracia. Se me escapó la tortuga de las manos, chillaba, y ella no me hizo caso, no me hizo caso.
Fue como a esta hora, se dijo, lo sé porque la luz del sol iluminaba por la espalda a Anastasio, como ahorita debe iluminar la barda del corral. Su brazo subía y bajaba con el cinturón en la mano. Y el pobre de Tacho se aconchaba para que los cintarazos no le dieran al cuerpo de Lupita. Te la encargamos, cabrón, te la encargamos, le gritaba su padre sin descanso hasta que alguien vino y lo atajó para que no matara a la criatura. A los tres días le dio la parálisis a Anastasio, se engarruñó todo y ya nunca fue bueno. Las tragedias siempre vienen de a dos. Ella, como pudo, con el apoyo de los vecinos o por la Providencia, crío a aquel par de muchachos huérfanos de padre y hermana, aguijoneados ambos por la culpa y el odio. En el mayor germinó la rabia contra el chico. No había día en que no lo golpeara, que no le hiciera un reproche. Por una pinche tortuga, le gritaba, se nos murió Lupe por una pinche tortuga que soltaste. En el otro, debilucho, con el fardo del remordimiento en las espaldas, creció un miedo que fue cambiando por encono a medida que se hacía hombre.
Aquí, en esta sala, recordó la madre mientras buscaba en la petaquilla los bifocales, Arturo se me prendió a las piernas hace dos semanas y me dijo: voy a matar a Tacho, si vuelve a levantarme la mano, le juro que lo mato. Ay de una madre que escucha eso de sus hijos, y el otro en el quicio de la puerta con la pistola en la mano: Cuando quieras me hallas. Ella le ordenó, le imploró luego que dejara el arma. Tacho lanzó la pistola a la cama: Allí está por si te animas. Ella se adelantó y la guardó en su regazo; Arturo no se atrevió a arrebatársela. ¿Yo qué hacía, virgencita, sino pedirte que intercedieras, que ablandaras sus corazones? Tres días después obtuve la respuesta, no con palabras sino con la muerte de Anastasio. Cinco años en cama, imposibilitado para hablar siquiera, cada día se moría un poquito.
Por lo menos la muerte de su padre sirvió para darles tregua a los muchachos. No se dirigieron la palabra durante el velorio y el sepelio, pero sus miradas parecían serenas, amainadas. Luego, cuando Tacho le expresó su deseo de irse para el norte y después por la noche Arturo le dijo lo mismo, la madre no supo qué pensar. ¿Es este el milagro o será que tras la tragedia del esposo viene la del abandono de los hijos? Con manos temblorosas, la mujer dejó el tejido y se levantó para desvestirse. Se encaminó al ropero y, al abrir la puerta, le vino la premonición: No, este vacío tan grande no lo dejó el gabán, balbuceó, y sus manos ahora certeras hicieron batidillo con las ropas antes perfectamente dobladas. El ruido de un motor la hizo detenerse, en la puerta, cerrada a piedra y lodo sonaron tres toques, luego otros tres y luego otros. Abra, por favor, dijeron de afuera. Los muchachos… los muchachos se mataron entre ellos cerca del guardaganado. El peso de la congoja, fermentado por los años, la dobló. De improviso, el espacio vacío dentro del ropero tomó la forma inconfundible de una pistola. ¿La sacaste tú, Tachito, o fuiste tú, Arturo?, lloró mientras se desplomaba, comprendiendo ahora el vaticinio: la segunda tragedia no era que sus hijos se le iban, era que ya nuca volverían.

Andrés Briseño Hernández
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