Habríamos ido en agosto a Sarabia a visitar la casa de los abuelos. Mís tíos regresarían de Estados Unidos y habría asado de boda, chicharrones, tambora y norteño. Entraríamos al patio que abuelita Rita barría día y noche sin descanso, quitaríamos la cadena de la puerta y atravesaríamos el zaguán para entrar a las “salas” y dejarnos caer sobres la frescura de las camas que ella, mi abuelita, había hecho más altas de lo normal con latas de chiles jalapeños.

Ahora ya no podemos. En el gran patio de la casa de mi abuelito Pedro y mi abuelita Rita deambula una vaca, esa que todos vimos en cadena nacional, abandonada a su suerte, al capricho de otros. De los cuartos un olor nauseabundo emana y seca las pocas plantas que sobrevivieron: es el olor del saqueo, del asco que nos provoca pensar en las manos asesinas que revolvieron las ropas, las fotografías, los recuerdos y las esperanzas de nuestros abuelos, nuestras hermanas, nuestras madres y nuestros amigos.

Del Yeje o del Colorado, de Villa Hermosa o de González saldrían las camionetas de los durazneros cargadas de rejas apretadas de fruta. Por las laderas de la loma bajarían las vacas repuestas y panzonas gracias al buen año. Habría rodeos, jugadas de beisbol en Palmas Altas; de rancho a rancho viajarían los jugadores en las cajas de las camionetas, algunos se reirían de las "charras" que contaría el gracioso del pueblo; otros se mantendrían en silencio pensando el picheo de esa mañana.

Lo que se ve ahora son las caravanas. Las tristes filas de los desplazados, largas como su miedo, serpenteantes como chirrioneras invisibles que les acalambran las piernas. Aunque hace ya mucho que pasaron, todavía se escucha el silencio de su travesía: aquí es mejor no reír, no hacer ruido, entrar rápido y salir con lo poco que queda, aguantarse las ganas de llorar frente a los corrales y los talleres, a un lado de los cascajos de las camionetas desmanteladas, morderse los labios para que los de la guardia no les vean el llanto, para que no caiga sobre la tierra y los otros lo pisoteen cuando regresen de madrugada. Por la ladera hay un reguero de huesos secados por el tiempo, ¿serán las vacas o serán hombres?

A Jerez venían a las ferias, al mandado, a comprar botines o fierros viejos, el cambio de ropa para la fiesta de la virgen. Llegaban los domingos o el sábado de Gloria, se quedan un día o tres y subían de nuevo a sus ranchos dejándonos sus adioses, sus saludos, sus “dios se lo pague” y sus “cómo esté mucho”.

Ahora no tienen palabras. Apenas y traen consigo lo que llevan puesto. Los más afortunados ocupan las casas solas de sus parientes; a los otros les falta un rincón, un techo. Unos y otros se acomodan como pueden y no saben, de veras no saben, por cuánto tiempo han de quedarse.

Los que han leído mis cuentos, los que me conocen, saben del amor que siento por Sarabia, por sus historias y sus recuerdos. Allí vivieron toda su vida mis abuelos, de allí salieron mis familiares a ganarse la vida, a juntar algo para poder regresar a vivir su vejez en la casa que los vio nacer. Por eso la impotencia y el desconsuelo, la tristeza que me causa el abandono de las tierras, de las casas, de la vida. Pero sé que mi pena o mi encono no se compara con la desesperanza, el miedo y el coraje de las mujeres y los hombres que han visto cómo les han arrebatado el patrimonio, la tranquilidad, su derecho a vivir en paz. No les queda más que la dignidad y el abandono.

La dignidad es de ellos, esa no se pierde; el abandono se los ha restregado en la cara el gobierno, llámese como se llame, del nivel que sea. Y no es justo, no es humano, no tiene perdón.

Andrés Briseño Hernández



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