-¡Vieja el último!- gritó alguien. Tú te viste envuelto con la polvareda que formó la carrera de los otros.
-¡Vieja mangos, qué!- dijiste luego de darte cuenta de que eras miembro único de la retaguardia del grupo, y trataste de alcanzarlos.
Pero trataste en vano. A media carrera el aire se fue definitivamente de tus pulmones y las piernas, como dos fideos gordos, se te doblaron antes de bajar la cuesta.
Tres tumbos diste (tú contaste cuatro), en los que una piedra filuda rompió tu pantalón nuevecito, se te arañaron los cachetes y tu antebrazo ganó una raspadura sangrante. Más que adolorido, te levantaste temeroso de que alguno te hubiera visto. “No hay pájaros en el alambre” te dijeron tus ojos cuando buscaste posibles mirones. Te sacudiste la tierra, reparaste en el agujero del pantalón, metiste tu dedo para calcular el tamaño de la reprimenda al llegar a la casa de tus abuelos, bajaste entonces adolorido del orgullo.
Cuando llegaste al tanque los otros esperaban tu llegada al lado de las niñas.
⏤¡Ya llegó la vieja de al último! ¿Vieron cómo bajó la loma rodando como gelatinota?
La risa de todos desmintió una caída sin testigos; los golpes que traías comenzaron, inexplicablemente para ti, a dolerte más.
⏤Ey, panzón, ¿qué se siente ser tan lento?
⏤Y tan gordo.
⏤Y tan menso.
⏤¿Le vieron las nalgotas cuando se cayó? Está más cachetón por detrás.
El rubor invadió rápidamente tus mejillas (las de enfrente). ¿Por qué tuvo que pasar justo en presencia de las niñas? ¿Por qué precisamente las nalgas si no eran tu mejor perfil?
Reprimiste las lágrimas que sólo alcanzaron a amontonarse en tus ojos, pero no se desbordaron.
⏤Ya déjenlo ⏤dijo una voz de niña que se apagó en la indiferencia de los otros.
Tu mirada, de reojo, la encontró detrás de una masa amorfa de burlones que se alejaba
tirando piedras al tanque, desbaratando dientes de león a palos.
⏤Adiós, mariquita sin calzones, te los quitas y te los pones ⏤te llegó la frase como una
patada.
⏤Mejor vete a jugar a la comidita, gordo, pero no te comas los trastecitos ⏤arremetieron las palabras para darte un coscorrón.
⏤Ya déjenlo ⏤escuchaste de nuevo la voz perdida entre las risas, que vino a ponerte saliva en el morete del corazón.
Regresaste al rancho triste y solo. Una piedrita en el zapato te hacía cojear como lo hacían las momias de Guanajuato en las películas de El Santo. Pensaste que te hubiera gustado más ser el luchador que el monstruo. Luego pensaste en tu pantalón roto y en tus abuelos enojados. “Mejor momia” dijiste a media voz; al final de cuentas, las momias salían en las películas todas andrajosas y nadie las importunaba por eso... al menos no por eso.
A esa hora el rancho estaba vacío. Apenas percibías el ronroneo de un tractor en la huerta de una de las casas arroyo abajo. Caminaste lento, como queriendo tapar tus ropas maltrechas con movimientos eternos. El hoyo en el pantalón te parecía más grande cuando pensabas en el regreso a casa, más pequeño cuando lo comparabas con tu congoja. Pensaste en los demás, ¿qué estarían haciendo en ese momento? Quizá habrían hecho un columpio en el que las niñas se paseaban. Ellos matarían pájaros con las resorteras. Uno que otro mostraría una risa a ratos al recordar tu caída precipitada hacia la vergüenza.
Llegaste sin pensarlo a la tienda de Enrique. Adentro estaba fresco, un poco oscuro a pesar del foco encendido. Seguramente era uno de 60 watts, como los de la casa de tus abuelos que daban una luz opaca y amarillenta. Sobre el mostrador dos moscas se frotaban las patas frente al dulce que alguien debió dejar olvidado. Miraste a Enrique sentado en su silla, con el sombrero tapándole la cara, con las manos sobre su barriga prominente.
Justo a mitad del cuarto estaba una mesa de futbolito. Olvidaste a Enrique y a las moscas y te dirigiste al juego. Era la primera vez que lo tenías sólo para ti. Hasta entonces te había tocado mirar cómo jugaban los otros, y tú allá atrás, sin poder seguir de bien a bien las acciones del partido.
Acomodaste los muñecos que estaban de cabeza, hiciste girar a la línea de delanteros y levantaste las manos para festejar un gol inexistente.
⏤Si quieres jugar debes comprar una ficha ⏤te dijo Enrique sin quitarse el sombrero de la cara.
Metiste las manos a los bolsillos y encontraste el vacío. Callado, saliste de la tienda sin poder debutar en la liga mexicana con las Chivas rayadas.
No querías llegar a la casa. Te sentaste en una piedra a mirar las vacas que volvían de pastar. ⏤¿Te duele mucho la rodilla? ⏤dijo la misma voz que escuchaste en la ladera.
Una niña pecosa te miraba; con una mano se cubría los ojos de la luz del sol, con la otra apuntaba hacia la cicatriz de tu pantalón.
⏤¿Qué si te duele? ⏤volvió a preguntar luego de tu silencio.
⏤No ⏤le dijiste tapando el agujero, luego volviste la cabeza hacia las vacas que
masticaban lo que se habían comido en la mañana.
⏤Yo no creo que seas un menso ⏤sus palabras te devolvieron el recuerdo de la caída, tus
ojos entonces se llenaron de agua de nueva cuenta. Con el dedo índice de tu mano derecha quitaste el sobrante de agua que amenazaba con desbordarse. Pero no volteaste a verla.
⏤Yo creo que los tontos son ellos ⏤dijo mientras caminaba hacia la tienda. Giraste tu rostro para mirarla desaparecer en la puerta.
Observaste tus manos, tus dedos gordos y chatos, descarapelados y sucios. Trataste de imaginar por dónde andaría el tractor que habías escuchado hacía un rato. Tu abuelo tenía uno, uno rojo, a veces te dejaba ir con él al barbecho; mientras él araba tú perseguías chapulines o dibujabas con un palo en la tierra suelta. Pensaste que le tierra suelta, cuando el viento la lleva hasta la cara, era más simpática que esa que traías embarrada en los pantalones.
⏤¿Te vas a quedar ahí sentadote todo el día?
La niña te miraba desde la puerta, tú la veías entrecerrando los ojos para que la luz no te lastimara. Parecía tan pequeñita parada en el marco de la entrada, rodeada por la oscuridad que salía de la tienda.
⏤Los chapulines no son como los grillos ⏤dijiste por decir algo mientras te levantabas
para seguirla al interior.
La encontraste frente al mostrador, te acercaste a ella mirando al suelo. Por alguna razón no
te animabas a mirarla a los ojos, no podías olvidar que ella también te había visto en la loma. ⏤Dos refrescos. De naranja ⏤dijo la niña sin siquiera preguntarte si querías uno.
⏤Si no traen los cascos no se los vendo ⏤les dijo Enrique mirando sus manos vacías. ⏤Los queremos en bolsita ⏤contestó la niña ⏤bolsita y popote.
⏤Así son más caros ⏤dijiste en el balbuceo de tus manos hurgando en tu bolsillo.
⏤Y una ficha para el futbolito ⏤dijo la niña sin escucharte, al tiempo que dejaba unas
monedas en el mostrador ⏤¿Juegas? ⏤te preguntó pasándote el refresco ⏤Yo escojo a los azules.
Tus manos tocaron el juego, tímidamente al principio, como si no fuera cierto que pudieras usarlo. Reacomodaste a los jugadores, pusiste a tu portero al centro de la portería, sorbiste un poco del refresco pensando en la estrategia del partido.
⏤Ya dale.
Sin mirar a la niña, tomaste la pelota, la apretaste para sentir su consistencia, le diste vuelta con tus dedos, cerraste los ojos y la lanzaste.
La pelota rodó por la mesa, tu mediocampista burló con maestría la marca y la pasó a tus delanteros. Los defensas de ella, férreos y atentos, montaron guardia, cerraron caminos. Tu puño apretó la perilla de tu línea atacante y sacó un disparo certero.
⏤¡Goooool! ⏤gritaste a todo pulmón, desbaratando con el grito la bola que te oprimía la garganta desde la mañana. Corriste alrededor de la mesa con los brazos abiertos, haciendo
avioncitos. Libre del dolor de tu rodilla, alejado de la vergüenza.
⏤Gol ⏤dijiste exhausto y tranquilo luego de una vuelta olímpica sin tanques y sin laderas.
Miraste entonces por primera vez a la niña que, con su refresco en la mano, te regaló una sonrisa de su boca chimuela.
Andrés Briseño Hernández
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